La lista antrobiótica: parte quinta


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acuérdate de mí­ (en los dí­as de tu juventud)(?)



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41. Baguets. Más o menos como al principio de los años 90, con la multiplicación del disco láser y el home-theatre, con dos tres pinches peliculitas en cartelera, crítica y público declaraban la muerte del cine en salas, y de repente el multiplex vino a inventarse espectadores (sí, también a la odiada parejita Cinemex); así o parecido, medio mundo declaraba hace 15 años la muerte de la vraie baguette, flaquita y crocante, hasta que, de repronto, empezaron a brotar consejos, grupos, fraternidades defensoras, y hoy hay un delicioso superávit de ese pan cuyo reino sí es de este mundo. Qué bueno. En París, este año la mejor está en La Fournée d'Augustine, del joven Pierre Thilloux; en México se la siguen compitiendo el Café O (Monte Líbano 245, Lomas) y la Trattoria della Casa Nuova (Avenida de la Paz 58M, San Ángel).

42. Kebabs. Vuelvo a Viena como quien vuelve a ver fotos de un amor viejo, roto, lastimado por breves infidelidades y un abandono de muchos meses. Existe en la tierra una especie de gran taco árabe de carne de carnero sazonado con yogurt, chile piquín, lechuga y cebollas. En Barcelona y en México les dicen shawarmas (en el DF son sabrosas en Al-Andalus, con la sola desventaja de que hay que comerlas sentados); en el resto de Europa, döner kebabs. En París les agregan papas a la francesa, para hacerlos más pecaminosos (son buenos a la altura de Notre Dame, en la rive gauche, cerca de dos grandes librerías: Shakespeare & Co y la Librarie Gourmande). Pero está más nítido en la memoria el día que se nos revelaron en el tianguis vienés del Naschmarkt: cómo el viento fuertísimo parecía querer levantarnos del piso, cómo se llevaba mercancía y movía los tendajones, nosotros nos aferrábamos a nuestro primer kebab de la historia y la gente perseguía sus cosas, los perros ladraban eludiendo ropa de segundamano que pasaba volando. Y, después, cómo nuestros grandes abrigos y nuestros lentes, la calle y los perros, cada cosa empezó a cubrirse de nieve, que yo nunca había visto. Qué sabroso era todo entonces, y qué ganas dan, mientras escribo estas líneas, de sentir de nuevo el amor de Viena, y largarse de en medio de la masa estulta y sorda, irse de esta ciudad donde el amor está agotado, seco como un trozo de cecina, y Cristina Moroyoqui y yo ya no tenemos dónde ir.

43. Parmigiano Reggiano. Ahora seré más italiano que de costumbre. (¿Te acuerdas? Mon bel amour, mon cher amour, mon Italie! lloraba el pobre niño Lèolo...) Empiezo con el parmesano, un queso granuloso, graso, fuerte. Sabe bien sobre pasta o sobre un risotto ai funghi porcini pero sabe mucho mejor como nos lo daban en aquella villa de Treviso: solo, roto, cincelado de la bola, a veces acompañado sólo de una lasquita de trufa negra; con largas copas de buen prosecco o de ripasso, vino respondón que se hace, en parte, con uvas pasas, en las colinas de la Valpolicella. ¿No extrañas Italia tú también?

44. Manera de comer, de Francisco José Cruz, un poema concentradísimo, cuya densidad se puede cortar con cuchillo (de sierra). Un poema en el que conviven el animal del pasado con el alimento que es en el presente, un poema en el que cesa el tiempo por el arte espeso de nombrar dos instantes que, si Dios existiera, le serían simultáneos. Lo más impresionante es su primera estrofa:

Tengo en el plato, ya partido,
un pedazo de carne
de venado que corre por detrás de las dunas
mientras yo lo mastico y lo digiero
tan despacio
que acaso también él se haya parado
en cualquier tronco absorto del camino.


Pero también el final es sumamente inquietante:

La salsa me revela
que acaban de abatirlo en un recodo
implacable del bosque.
Cuando dejan los buitres en la arena
solamente los huesos
esparcidos
sobre un charco de sangre,
el plato está vacío.

45. Melón. Únicamente hipermaduro, dulce dulce, sápido a miel de veras, en uno de los grandes matrimonios del planeta: con prosciutto, jamón delicioso madurado al aire en la zona de San Daniele, más o menos cerca de Venecia y de Trieste.

46. Tequila. En coctel o solo, blanco, joven, reposado o añejo, frío, afuera, en los días calurosos de Tlaquepaque (olvídate del gigantismo del Abajeño, ve a la encantadora fonda Adobe, Independencia 195), o denso y ambarino como rizos que caen palpitantes sobre una nuca (como el Reserva de la Familia, de Cuervo), en tardes heladas que dejamos caer en Amecameca, las ventanas recién cubiertas de escarcha. No seré yo, sin embargo, el que vuelva a cantar su elegía.

47. Toro. Es la parte más sabrosa, más gorda, de un atún aleta azul. Es la cobertura de su panza, pura grasa y carne que se deshace casi al contacto con los ojos. Es un vicio mucho más caro que la coca porque no hay llenadera posible y cada jalón (digamos un nigiri tamaño meñique en el Benkay del hotel Nikko) te sale en unos 200 varos. A estos atunes los matan con cariño, con apapacho, como Victoria Abril mata a su hijo en Mater amatissima (José Antonio Salgot, 1980). En España le dicen ventresca, y la comíamos con Jaume y Pau Verdura, totalmente enganchados al vicio, en La Cuchara de San Telmo, seguro uno de los tres grandes bares de pintxos de San Sebastián. ¿Éramos felices? Al menos lo parecíamos.

48. Vera pizza napoletana. Me robo la descripción de Steingarten combinada con un poquito de Marcella Hazan: un pan plano, redondo, con más o menos 25 centímetros de diámetro y medio centímetro de ancho; tierno y ligero, crujiente y firme, no quebradizo; tantito chicloso. Su borde (horror: en México les ponen ajonjolí y a veces un espantoso queso) va sin salsa; es estrecho, infladito, chamuscado por ahí. El pan se cubre con suave salsa de jitomate, ajo, orégano y aceite de oliva; o con jitomate, aceite de oliva, mozzarella y un par de hojas de albahaca; o, ya en terrenos neoyorquinos, con esos mismos ingredientes menos albahaca, más peperoni. Hay que hacerla más o menos minuto y medio en un infernal horno de madera o carbón (400 grados nomás). Yo la he buscado con la desesperación de quien busca en un desván de recuerdos pero, aunque varias se le parecen (la de Quilmes en la Condesa, por ejemplo), acaso es válido decir que, ni modo, en esta ciudad la vera pizza napoletana no existe.

49. Steak poivre. Rompe con el reverso de la sartén varios granos de pimienta, incrústaselos a un buen trozo de filete (que le quede una costra) madurado siquiera unos seis días; deshaz un poco de mantequilla en la sartén; asa el filete unos cuatro minutos de cada lado (según el gordo); retira; flamea la sartén con un chorrito de coñac o brandy; recoge con una pala de madera los residuos pegados en su fondo; agrega unos cuadritos de mantequilla fría, deshaz en círculos; devuelve el filete y mójalo. Cómelo en soledad, que debería ser, acaso, la única forma de comer.

50. La grande abufatta. Películas de comida hay bastantitas, del divertido episodio Pizze a credito en L'oro di Napoli (De Sica, 1954) y la amabilidad de El festín de Babette (Axel, 1987) y Tampopo (Itami, 1985) a la ñoñez total de Tomates verdes fritos (Avnet, 1992) y Como agua para chocolate (Arau, 1993), que los gringos se tragaron que daba vergüenza, pasando por la corrección política de Comer, beber y amar (Lee, 1994) y la algo más rasposa visión de Une affaire de goût (Rapp, 2000). Ninguna tan cabrona como la italiana Gran comilona (La grande abuffata, 1973), del absurdamente pasado de lanza Marco Ferreri, en que Marcello Mastroianni, Ugo Tognazzi y otros se dan una encerrona marca diablo: pura tragadera, chupazón y muerte con secuencias capaces de friquear al más curtido. Obra maestra para algunos, mamada total para otros, aburrición de pe a pa para los menos. Hay que verla.*

51. Sopear. Increíblemente, hay gente que ve este elegante movimiento de la mano como una afrenta a sus ridículas costumbres de mesa. ¿No sopear pan de yema aéreo en chocolate con montañas de espuma en Florecita (mercado de la Merced, Oaxaca), no sopear conchas en café con leche, trocitos de bolillo en la yema amarillo brillante de un huevo estrellado en cualquier parte? Bienaventurados los que sopean, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Gozaos y alegraos; porque vuestra merced será grande en los Cielos.

* Postdata. ¿Acaso escribí yo esto: “Películas de comida hay bastantitas... Ninguna tan cabrona como la italiana Gran comilona?” Jeje: bueno, allá yo. La verdad es que sí hay una película de comida interminablemente más cabrona que ésa. Su desaforado título es The cook, the thief, his wife and her lover (El cocinero, el ladrón, su esposa y su amante, 1990), del director más pasado de lanza que ha dado Europa porque, hombre del Renacimiento, Peter Greenaway también es el más culto, el de la articulación más refinada. Es un film artificial, cambiante y simétrico, con un soundtrack absolutamente magistral de Michael Nyman (para oír, si es posible, en mota o en ácido por sus necias y desafiantes repeticiones geométricas). ¿Será necesario mencionar aquel final alucinante en que, dispuesto sobre una elegantísima mesa de servicio, aparece “el amante”, rostizado, la piel sabrosamente crujiente, dorada hasta la delicia, el pene como una petite pièce de résistance (si la contradicción es tolerable) que alguien va a tener que comerse? No, no era necesario.


1 comments

  1. Anonymous Anonymous 

    Hola que tal

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