Este texto fue escrito hace casi tres años; acababa de leer, excitadísimo, L’Amour et l’Occident, La llama doble, Love: An unromantic discussion, L’Amour fou, Innamoramento e amore, El matrimonio moderno, The love affair as a work of art, Eros, philia & agape... Nunca apareció en ningún lado. Ahora lo releo y me pregunto si aún pienso estas cosas. Ya no me acuerdo.amor. m. Ninguna de las muchas definiciones de amor que dan los diccionarios ignora que la palabra viene del latín amor, derivada a su vez del verbo amare, que tiene entre sus primos el sustantivo amicitia; algunas sin embargo olvidan decir que la palabra llegó al español hacia 1114 y que en algún momento de su historia se fue al Languedoc, donde los trovadores inventaron la fins amor (ojo: por entonces, como la mayoría de los sustantivos terminados en -or, éste era femenino) o amor cortés, y la cargaron de nuevos significados: rebeldía, arrojo. Tampoco es común encontrar que el latín inventó sustantivo y verbo como una traducción de varias ideas griegas: êros, philia, ágape: la primera está como atravesada de cuerpos desnudos, en la segunda hay amistad también, en la última una suerte de virtud y se parece más a lo que hoy entendemos por caridad: palabras hermanas que el paso de los siglos ha distanciado. Lo podemos reconocer en los otros parientes, todos nacidos de la misma raíz.
para Blümchen [en defensa del ecosistema]
La primaria 21 de Marzo (“escuela de enseñanza y corazón” decía su himno) y su archienemiga la Benito Juárez –de cariño, simplemente, la veintiuno y la benito–, la una vestida de azul con blanco, la otra de azul con rojo, la una en Monterrey esquina Tehuantepec, la otra en Jalapa entre Tlaxcala y Aguascalientes, no sólo compartían las calles de la Roma y el odio mutuo: también la afición por la matutina golosina callejera. Yo, que pasé seis años en la veintiuno, lo puedo testificar.
Según el gran jefe Jeffrey Steingarten, nacemos con una natural inclinación por la sacarosa, y sí: hasta arriba en la pueril pirámide alimenticia de la cope (cooperativa le decían las maestras) estaba el grupo dulzoso. Hay quien lamenta que un México se haya terminado al final de los cuarenta, cuando la gente de Bimbo decidió meter sus donas en bolsita de plástico (antes las ponían en una charola así nomás, y a un lado el azúcar, que era de autoservicio); pero a nosotros nos fascinaba la cobertura acaramelada y pegajosa que les daba la mixtura del plástico y el rayo del sol de las doce del día sobre la plancha del patio. Antes de que se popularizara el Hershey’s Cookies’n’Creme (ojo: no cream), Tin Larín y su hermanastro pobre, el Bocadín, dominaron la combinación de chocolate (apenas nada) y galleta. Hoy se les ve, sobre todo, en piñatas. En La Perla (Monterrey esquina Tlaxcala entonces; ahora a la vueltecita) comprábamos Paletón Corona, tan sólo un poco menos infame que la Paleta Payaso, favorita de la benito. El Paletón portaba en la envoltura (aluminio de colores) un niño chapeado, sonriente, ligeramente infernal, y trataba de combinar texturas: crocante en la superficie de “chocolate” y chiclosa en el relleno de malvavisco. La Payaso agregaba a la espantosa mezcla unas gomitas como de plástico. (Un detalle que hubiera conmovido al Borges de “Magias parciales del Quijote”: el niño sonriente de la envoltura aquella sostenía en la mano un Paletón Corona que portaba un niño sonriente que sostenía un Paletón Corona, hasta el infinito.) El Gansito sumaba a la “crema” y el chocolate una suerte de pan interior y una mermelada que parecía de fresa. Era mejor comerlo congelado. Las congeladas (bolsas estrechas de un hielo verde, morado o naranja), a propósito, duraban unos cuantos minutos; el mejor de los Frutsis congelados era de mango; los Raspaditos piramidales lastimaban las comisuras de los labios y, cuando de grosella, pintaban de morado la lengua y el “bigote”, breve camino de pelos invisibles.
Abajo está el grupo alimenticio de los ácidos (a veces combinados con picante, a veces con dulce), en el que predominaban los polvos: en la Ely (Tehuantepec pasando Monterrey) comprábamos delgadísimas Tiritas: de sal con limón o sal, limón y chile; saludables Brinquitos, con notas de frutas tropicales (durazno, piña); el Miguelito y su primo líquido, el Chamoy, que traían un dibujo azul de Cupido y llevaban la astringencia a niveles inquietantes. En algún momento de la fabricación del Pulparindo y Los Botecitos intervenía, según sus autores, el tamarindo. El Pulparindo era una barra cubierta con “azúcar” (hoy los regalan en el Capicua al final de la comida); los Botes venían con una cubierta de celofán que debía chuparse. En 1983 los Nerds, mínimos frijolitos hechos de uvas, ácidos, colorantes y benzoato de sodio como conservador, sólo se conseguían en los escasos viajes que mis envidiables compañeros hacían a esas mecas del mal gusto: Anaheim, California –donde está Disneyland–, y Orlando, Florida –donde está Disneyworld. Luego pulularon en los bazares (Hotel de México, Pericoapa) y hoy los encuentras en cualquier miscelánea Lupita. (Me recuerdo buscando en un diccionario la palabra nerd. No la encontré; supuse que eran esos como animales ovoides que aparecían en la caja. No pensé, iluso, que a mí mismo se me podía aplicar el palabro, justamente por estar buscándolo en un diccionario...)
A diferencia de la mayoría de los alumnos de la veintiuno y, creo, de la benito, más que el Atari (que no tuve), más que los deportes, a mí me gustó el cine. Antes de la llegada del multiplex (y de su hija odiada: la parejita cinemex), en el Gloria, en Las Américas o en el Estadio, que sustituyeron un antro pinchísimo, una plaza gay también pinchísima y el repudiado (por mí, al menos) teatro Silvia Pinal –y a este, a su vez, una dudosa Iglesia Universal de Jesús–, se conseguían alimentos friqueantes: palomitas en bolsa transparente que coloreaban los dedos de “mantequilla”, muéganos que herían la dentadura niña, bolsitas de malvaviscos que eran como un poco de pintura envuelta goma y sándwiches amenos con una embarrada de algo que el empaque se empeñaba en llamar mayonesa, una rebanada de queso amarillo (¿o debería decir, en tiempos de denominaciones de origen: sustituto de queso tipo amarillo?) y una rebanada de jamón verde pastel...
Más allá de la burda nostalgia, más allá de la escuela –sistema jerárquico dominado por una panda déspota, escalera donde puedes pisarle el cuello a tus menores de edad o de estatura–, la Roma vive acaso en esos Brinquitos y esos sándwiches: avisos futuros que me eché por debajo de la puerta en el pasado.
¡aparecido en La Jornada, junio 2005!
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