el cuñado


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cuando recorre la colonia obrera, entre el eje 3 y el eje 1, isabel la católica es bellísima. va andando de sur a norte los sábados en la tarde: a su paso la gente saca sillas y las pone sobre la banqueta, no deja que la noche los agarre detrás de las cortinas: las bicicletas, los balones, las chelas, todo está afuera; los perros andan como si nada, o no andan: se tiran nomás ahí, inmóviles como cosas, naturalezas muertas. (a la vuelta acaso inicia una madriza o un asalto pero a mí, la verdad, me vale madres.) la noche va echándose sobre la obrera como esos perros o la abraza de los hombros o entra en ella con la lentitud de un saurio e isabel se despoja de la ropa o se pone la joyería –¿a estas alturas a quién le importan las metáforas?–: el salón obrera muy al principio, y sus molcajetes asesinos de tan calientes, y los tragos larguísimos; o más adelante, en la esquina con m.j. othón la doble dicha del salón veracruz, de mosaicos color azul baño o cielo, su rocola parsimoniosa y sus cocteles de mariscos para el paladar avispado, y la mandunca, antiguo tabernáculo donde se guardaba el santísimo sacramento de pedro infante: larga barra, botana sobrevivible, cantineros que no están inventando un oficio sino repitiéndolo indiferente y precisamente, una banda allá en el fondo. y el goce sencillo del cuñado.

está en donde isabel se encuentra con juan a. mateos y no es casi nada: un puesto de un metro y un poco más de alto, con llantas, que el cuñado encadena a un poste; junto a él hay un tanque de gas; debajo de él, varias hornillas; la mitad de su superficie es una plancha toda negra; la otra, un área en que se colocan una charola de plástico con tiras de cebolla y cilantro picado; otra con pápalo; otra con jitomates y aguacates enteros; otra con bisteces crudos; una más con machitos: trozos de tripa de carnero embutidos de despojos misceláneos picados más o menos groseramente, mal amarrados: precarias salchichas manuales. he aquí la zona más ardua de la descripción del cuñado (así le dicen al taquero, así se ha extendido al “puesto”): el taco. es una tortilla grande, del tamaño de un plato de plástico, doble, que se moja en grasa de cerdo color rojo, tal vez la grosura de una longaniza o un chorizo; el cuñado sazona el bistec con polvos (sal, pimienta, algo más acaso) y con jugo de limón; éste se evapora al instante y el aire se llena de un humo denso, blanco, que huele a tizne pero a otras cosas también, se pega a la ropa; la carne se quema por partes; picada y erigida sobre la tortilla (el verbo no es excesivo: a cada taco le tocan como tres bisteces), se cubre de vegetales; se moja desproporcionadamente con la salsa de un guiso de ternera (¿ahí radica su ápice? tal vez); se resiste levemente a la mordida, cruje: hace cruj pero el ruido sólo es perceptible para el oído del que la come; la salsa es de habanero, color marrón amarillento, pica la nariz, da filo a los costados de la lengua, es levemente ácida. carajo: he tratado de ser objetivísimo, y ya no puedo decir nada más: no hay, sencillamente, otros tacos así en esta pinche ciudad. si dios decide hundirla en el apestoso fango de tenochtitlan; si la rompe y la arrodilla en el polvo con un terremoto; si se alzan las aguas negras y la cubren y la despueblan, yo creo que voy a pensar en el cuñado.


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