I
A mi mamá no le gustó la sopa de lentejas hasta la adolescencia: de niña la forzaban a comerla. Con espíritu de díler, a nosotros nos las servía en platitos microscópicos: nos volvió adictos. “Tú, que te atreves a insultar la sopa de lentejas, la más dulce de las delicias”, escribió, creo, Aristófanes (en otro lado se quejó de un personaje: “ahora ya no le gustan las lentejas”...), que también las gozaba en puré (phaké) y en pan. Juvenal y el siempre divertido Marcial hablan de un estofado en que las lentejas se cuecen con todo y vainas; Plinio les halla propiedades curativas (Historia naturalis XVI, 201), aunque aclara con su delicado candor que “tienen el inconveniente de que perjudican la visión”; en el primer libro de las Geórgicas Virgilio celebra la variedad del Pelusium; Apiano de Alejandría (al igual que una tradición judía) dice que son buenas para los dolientes porque “el hombre se vuelve alegre y divertido”… Aunque parezca increíble, el potaje de lentejas ha tenido detractores: en 1513 el odioso sabelotodo Gabriel Alonso de Herrera afirmó, desaforadamente, que las lentejas “engordan una sangre melancólica, producen malas digestiones y son espantosas para aquellos aquejados de epilepsia”, y el doctor Lobera de Ávila (1530) que, “comidas en mucha cantidad, producen lepra”. Absurdo (y más, que este güey era matasanos de la corte). Esaú vendió su primogenitura por un potaje de lentejas (Entonces Jacob dio a Esaú pan y del guisado de las lentejas; y él comió y bebió, y levantóse, y fuese. Así menospreció Esaú la primogenitura) y un hidalgo de esos de lanza en astillero y galgo corredor (his qui habent lanzam in astillerum, adargam antiquam, rocinum flacum et perrum galgum, qui currebat sicut ánima quae llevatur a diábolo) comía, hacia el principio del siglo XVII, “duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes y algún palomino de añadidura los domingos”. Según Néstor Luján, la expresión más alta de este guiso está en París: es el ‘potage Tour d’Argent’ del restaurante epónimo [clic: la carta]. Yo, modestamente, propongo este otro, hecho de retazos de libros viejos.
II
El potaje perfecto empieza desde abajo, como un edificio, con un battuto, que durante siglos consistió en manteca, perejil y cebolla picados finamente –algunos cocineros le agregaron ajo, apio y zanahoria; otros sustituyeron la manteca por aceite de oliva. Encima del battuto se erige el soffritto. Hay muchos que saltean todos los componentes del battuto al mismo tiempo, pero denota mucho más cuidado y elegancia colocar primero la cebolla en la sartén; cuando se vuelva translúcida se le agrega el ajo; cuando éste se coloree, se suma el resto del battuto. La gran Marcella Hazan, que es como una abuelita italiana, propone que la cebolla salteada crea una base sápida para el battuto (que ya es, en sí mismo, una base sápida). Si la receta pide pancetta, cual debe ser en el potaje perfecto, ésta y la cebolla se saltean juntas. Un soffritto güevón impedirá el desarrollo de los sabores de un platillo, no importa cuán bien ejecutado sea el resto de los pasos. Insaporire es la siguiente acción de este potaje: imbuir de sabor los vegetales. Llevarlos a fuego alto, saltearlos hasta que queden completamente cubiertos por las notas de los elementos del soffritto, en particular la cebolla. (No es difícil adjudicar el gusto aburrido, el tedio de un plato a la desidia de algunos cocineros, que se niegan a llevar estos pasos hasta sus últimas consecuencias.) Sobre estos cimientos se deposita en la cacerola (o sartén de paredes altas) una taza de jitomates en lata, troceados, con su jugo. Deben provenir del suelo de roca volcánica de San Marzano, cerca de Nápoles, a las faldas del Vesubio; tienen la forma de una pera alargada, y son indecentemente dulces [clic: excelente artículo de Saveur sobre estos jitomates]. Ajusta el fuego: los tomates han de burbujear suave pero incesantemente. Lava 200 gramos de lentejas en agua muy fría; escúrrelas; cuando los jitomates se hayan reducido durante 25 minutos, agrega las lentejas a la mezcla, con 4 tazas de caldo de carne (lo habrás preparado con una zanahoria, una cebolla mediana, medio pimiento rojo, una papa pequeña, un jitomate maduro que puede o no ser de San Marzano y dos kilos de carnes varias de res y ternera, de los cuales no más de 700g deben ser huesos; cubierto con agua; hervido durante al menos 3 horas, colado y desgrasado esmeradamente), una pizca ponedora de sal y varias vueltas del molino de pimienta. Cubre la cacerola: el potaje debe hervir gentilmente (a steady, gentle simmer, dice el jefe Steingarten). Remueve ocasionalmente. En general, las lentejas se tardan unos 45 minutos en quedar tiernas (¡no al dente!), pero cada paquete difiere un poco: monitorea el proceso.
III
Antes de apagar el fuego diluye en el potaje, haciendo círculos, una cucharada de mantequilla sin sal y tres de queso parmesano. Lleva la cacerola tapada a la mesa, a la que estarán sentados tres invitados; destápala, que el humo les llene el olfato; deja que el pasado regrese minuciosamente (¿es otra vez 1980?); reconfórtate; recuerda, como yo, la mano de tu mamá acariciándote el cabello.
Una de las imágenes que me asaltan de Bogotá (el asalto, como sabes, es una costumbre muy colombiana que ya varios países se disputan con tenaz dedicación): al amanecer, de regreso de una juerga, caminaba por una de las avenidas que circundan los grandes cerros de la ciudad. Bogotá está a más de 2500 mts de altura, por lo que a esa hora resbala de las montañas una neblina densa. La luz mortecina de los faroles de entonces te permitía adivinar el camino. De pronto, salido de la niebla, veo un enorme perro negro. Camina con ese trote solemne y aristocrático que tienen los líderes. Ni existo para él. Detrás viene otro, y luego otro y otro y otro. Son más de veinte. Pasan de largo. Ni me olfatean ni ladran. Nada. Enfundados en esa cadena de niebla van amarrados al trote del perrazo negro.
En algún cielo budista aguarda una bendición a quienes aman a los animales (aseguran que hasta puedes reencarnar en un perro de familia). Los que no conocen esa lealtad e intimidad con nuestros compañeros de vida son devueltos a la tierra, dicen, como agitadores de Greenpeace. ¿Puedes imaginar un infierno más atroz?
I
Como casi todas las demás, la ciudad de México es también ciudad de muertos. Tú la ves, normalísima, durante el día: el sol nos arruina la espalda o el cielo gris nos promete su tormenta, los bancos avanzan a su paso imposible, la oficina se llena de ruido y el teléfono es un gato rabioso que te salta al cuello y no está dispuesto a soltarte; llega la noche y los turistas se sorprenden: “en esta ciudad siempre hay algo que hacer”, pero no saben que la ciudad se vacía como un caño y en la madrugada, cuando ellos regresan a casa o al hotel, salen los nomuertos a robársela y a ocupar íntimas calles.
II
Puedes verlos, por ejemplo, en el fondo del Café Pagoda (5 de Mayo 10); esquivan tu mirada porque siempre tienen los ojos rojos y como perdidos en no se sabe dónde; gastan las horas con un café con leche, mientras piensan en un ponche rojizo que, dicen, llega de un hospital (otros aseguran: un rastro) en el Perú en unas bolsas de plástico, y que es sólo un remedo de la sustancia verdadera. A veces se meten bajo la mesa (a las cuatro de la mañana, te lo aseguro, casi nadie se fija en estas cosas) para huir de los focos de luz blanca, que te hacen más feo aún de lo que eres. Otras veces están en el tapanco del Popular (5 de Mayo 52), donde es más oscurito. Piden café con leche ahí también y el ocasional plato de carne asada, que sazonan con salsa verde y colocan en una tortilla: exactamente como lo harías tú, con la salvedad de que ellos están condenados a hacer esto por siempre jamás.
III
En ocasiones, duermen en esquinas que son ciudades fantasmas dentro de la ciudad porque tienen la esperanza de que los sorprenda el sol. (Hubo un caso de combustión espontánea en Iztapalapa, en la calle 10 de la colonia Ejército de Oriente, reportado si mal no recuerdo por La Prensa. Aquella mujer, que se alzó en llamas sin motivo, dicen, era en realidad una de aquellas esperanzadas; alguien la vio, horas antes, en el café AM: 20 de Noviembre 122 esquina Regina. Nadie, sin embargo, ha querido confirmarme esa versión.) En las escaleras de 5 de Mayo 35, por ejemplo, pasan la noche monstruos diversos, según el día de la semana. Yo, cubierto con cartón café, me quedé una vez ahí. Compartí varias cervezas y un líquido transparente (¿charanda?) con un tipo famélico que había llegado de Villahermosa hace quién sabe cuántas décadas; dormí de las cuatro a las seis, cuando el cielo de la ciudad es tricolor. Tiré y olvidé la cartera, con cero pesos, una tarjeta a tope y una credencial de elector: increíblemente, la noche siguiente me la habían dejado en mi casa. (Juro que esta anécdota es cierta.) Más recovecos donde puedes pasar la noche, solo o acompañado: el antiguo callejón de Salsipuedes, que tiene entrada pero no salida; la fresca esquina de Tenango y Tepic, en la Roma; la pequeña plaza de la Romita, que antes fue tarima para el carnaval indio, y hoy está tan sola que ni los dílers la pisan; la esquina de Jesús María y Regina, donde las ratas no interrumpen al durmiente…
IV
Cuando los nomuertos salen de día (los días incoloros se prestan para eso, no los odiados días brillantes de junio), cubiertos de cochambre para evitar la luz, los puedes encontrar en las pulquerías del viejo barrio de la Merced: La Risa, en el callejón de Mesones; El 60 Colorado, en Roldán casi esquina Manzanares; El Recreo de Manzanares, en Manzanares 30: se paran, tal como lo harías tú, por tacos de moros con cristianos o de guacamole y pico de gallo que ponen sobre “platos” de papel de estraza; beben pulque traído de Tlaxcala o curados en el local; prefieren los de color casi rojo, como el de jitomate o, los sábados, de camarón; cuando pueden hablar, lo hacen invariablemente de otras pulquerías, todas desaparecidas ya: El Templo del Amor, que estuvo en Guatemala y Leona Vicario; Las Maravillas, que era del conde de Jala; El Tío Juan, que menciona Guillermo Prieto; El Infiernito y El Paso de Lucifer, que eran pulquerías disfrazadas de cafeterías... Algunos nomuertos, renegados, se reúnen en grupos de autoayuda porque, según dicen, lo único que los diferencia de nosotros, los adictos a drogas legales o ilegales, a relaciones que te aproximan al infierno o a las compras compulsivas, es la sustancia de su adicción. (En Estados Unidos, hasta en esto políticamente correctos, no les gusta que les digan undead que, afirman, equivale simplemente a decir alive; prefieren blood-addicts e incluso blood-junkies.) Son grupos itinerantes que se anuncian en los clasificados de periódicos o revistas del DF; dicen cosas enigmáticas u obvias, como “¿Problemas de sangre?” o “¿No sabías? Todos estamos muertos”, y dan un teléfono. Yo vi uno el viernes, en El Universal, que traía el 5510-9178, pero cuando llamé había una grabación: temporalmente fuera de servicio. Voy a seguir intentándolo.
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DANZA CON LOBOS-------------
ERECCIONES Y HUMEDADES-------------