La lista antrobiótica: parte prima

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1. Sabritas adobadas. ¡Ay de los que creen (como yo creía) que el mundo se termina en las Sabritas clásicas! Son deliciosas, sí, crujientes, pero algo habrá en la composición de las adobadas que de plano produce un derrame de serotonina en el cerebro, esa sustancia que los científicos asocian con la felicidad. ¿Será el glutamato monosódico, la maltodextrina, el inosinato, el guanilato disódico, todos enlistados entre sus ingredientes? Ni idea. A propósito, saben mejor maridadas con refresco de toronja. (Antrobiótica prefiere Naturel, de Peñafiel, por su rica acidez.)

2. Limón para tantas cosas: para los tacos al pastor, para el consomé, para las margaritas, para el guacamole, para el chicharrón de harina en el parque México, para el ceviche, para los erizos en La Paz (¿a qué sabe el mar de Cortés?: a erizo con limón)... Una vida sin limón sería una triste vida sin filo.

3. The lost weekend. Películas de chupe hay muchas: desde la agradable densidad de Días de vino y rosas (1962) hasta el espíritu sitcom de Entre copas del año pasado (loser inteligente pero enófilo y su amiguito calenturiento), pasando por la increíble lerdez de Paseo por las nubes (1995) y la espesura un poco sin rumbo de Perdido en la memoria (1997) de Abel Ferrara... Pero no hay nada que alcance a The lost weekend, de Billy Wilder (1945, bien traducida como Días sin huella): la sed a toda prueba, el ritmo, el whiskey barato que uno puede casi chupar de la pantalla, el horror, el horror. "El delirium es una enfermedad de la noche -dice aquí un diabólico enfermero a un pobre diablo metido en el manicomio-. Que descanses." Para decir adiós, o bienvenidos, a nuestros vicios.*

4. Vino tinto con café. Esta va para espantar a los puristas: es el final de la cena, queda un culito de buen espresso en la taza y otro de tinto en la copa; vierte el segundo en el primero, mueve en círculos, bebe. Bienvenido a la vida verdadera.

5. Club sándwich: nadie sabe exactamente dónde nació, ni cuándo (una posibilidad: el Saratoga Club en Nueva York, 1874), pero la primera receta de esta delicia de dos pisos de pollo o pavo, tocino, jitomate, lechugas, mantequilla, tan inequívoca que hasta en el Vips es sabrosa, apareció en el Good Housekeeping Everyday Cookbook de 1903. El mejor de París, donde se le ha elevado a producto de canasta básica, está en el lobby del Plaza Athénée (25 avenue de Montaigne) y el más caro en el Deux Magots (place Saint Germain des Prés 6); en la ciudad de México hay uno delicioso y singular, ligerísimamente agridulce, en el rojo café Quimia (Tamaulipas casi en la esquina con Montes de Oca, Condesa). Los tres son inolvidables.

6. Bistro Charlotte. Una rareza en la ciudad: un bistrot inglés (Lope de Vega 341, Polanco). Localito de unas cuantas mesas, atendido por Charlotte Williamson, una señora británica de flaquérrima elegancia. Aquí casi todo es sabroso: montados de jitomate deshidratado, ensalada de arroz silvestre y hongos chanterelles, respingoso risotto con setas, espárragos, crema y vino blanco, camarones con chile, cilantro, limón (¡pero claro!) y vegetales asiáticos, guiso de cordero con comino, garbanzo y chabacano. Favorito de muchos chefs chilangos (Enrique Olvera, de Pujol, es uno de sus paladines), Charlotte es una revelación, un arcano que compartimos unos cuantos. Ocúltaselo a quien más confianza le tengas.

7. La cochinita platónica, perfecta, no está en Mérida sino en la ciudad amurallada de Campeche (o Ah Kin Pech, como prefieras), en la esquina de la 10 y la 59. Tiene el sabor y la fuerza de un recado de los mayas que recorre cuarenta siglos de 52 años, viene en telera flaquísima, con cebolla, habanero y, alucinantemente, guacamole líquido con pepino. No querrás regresarte nunca a México.

8. Este poema de William Carlos Williams, que no cometeré la locura de traducir:

I have eaten
the plums
that were in
the icebox
and which
you were probably
saving
for breakfast


Forgive me
they were delicious
so sweet
and so cold.

9. Lentejas. Saben bien con salchichón en el sur de Francia, con pancetta en la Toscana, con plátanos en Veracruz, con ejotes en Campeche, con salmón en Bistro du Vin (Paseo de Tamarindos 400) y con foie gras en el Champs (Reforma 316). Saben a tierra, a campiña y a mi mamá cuidándome una gripa.

10. Lechón: bestia bebé casi nonata, piel delgada y crujiente cual caramelo, carne suave, cocción perfecta de cada una de las piezas; salsa de los jugos que el cadáver suelta en el horno. Nada más. Cómelo donde sea pero recuerda que el mejor, acaso, está en Can Jaume, vía Arxiduc Luis Salvador s/n en Deià (Mallorca), aunque eso puede deberse a que a unos pasos de ahí está la tumba de Robert Graves, poeta, y a que las colinas, cubiertas por rebaños de árboles de algarrobo, se acuestan a tus pies como animalitos.

* Postdata: Adiós a Las Vegas. Sí, The lost weekend es una obra maestra prácticamente total pero ¿existe una secuencia más estrujante que aquella en Leaving Las Vegas, film de chupe donde los haya, en que Sera, la puta más bella de la historia, le regala a Ben, el pobre diablo más doloroso de Nevada, una anforita, una anforita que es otro clavo de su ataúd apestoso a vodka? ¿O es posible mayor dignidad en la derrota que aquel florín de la mano con que Ben, verdadero dead man walking, enciende los cerillos? Infinitamente más bello que envolverse en una bandera tricolor y lanzarse con un grito a las piedras de un cerro insalvable, encender así un cigarro es como hacerse un té con la corona de laurel que es nuestra última posesión. Adiós a Las Vegas, la verdad, simplemente se me olvidó.



11. Es lo único que el chilango extraña de veras cuando está fuera. Los hay cada dos cuadras, por eso hallar los verdaderamente buenos es una faena laboriosa y feliz. Llegaron al DF por la vía que conecta directamente Bagdad, Fez y Beirut con la ciudad de Puebla; son largos filetes de cerdo (alguna vez, supongo, habrán sido de carnero), que se marinan en una mezcla de chiles, adobo, ajo y, a veces, jugo de naranja. Se entierran en un pincho enorme, apilados, aplanados por la suma de su peso individual. El pincho (que adopta la forma de un trompo de diverso tamaño) se coloca, de pie, ante el fuego que idealmente provendrá de carbón pero comúnmente de gas. Es giratorio. El cocinero corta rebanadas verticales, conforme se asan, y las deposita en una pequeña tortilla de maíz caliente que se sazona, a su vez, con cebolla y cilantro picados, una lasca de piña y salsa de chile morita. En El Paisa, sobre Coruña a dos cuadras del metro Viaducto, dejan caer los trozos a la base, donde se convierten en un rápido estofado delicioso. El olor se queda en los dedos dos días. En El Huequito (a una cuadra del mercado de San Juan, sobre Ayuntamiento, en el Centro) sí se asan al aromático carbón, lo que deja en los trozos de carne un algo crujiente y chamuscado francamente inolvidable. En El Tizoncito ya no son lo que eran (Sammy, un maestro en el oficio de servirlos, se fue o se murió) pero siguen usando el honorable método de contabilizarlos mediante papelitos. No importa dónde los pidas, si no les pones limón (lo siento) estás loco. Para el chilango son causas primordiales, arquetipos; son platónicos o aristotélicos. No sé por qué se llaman tacos al pastor.

12. Sopa de tortilla. Jitomates, cebolla, ajo, chiles: todo asado en un comal; caldo de ave; epazote, aguacate, queso fresco; tiritas duras de tortilla. Si eso no es comer en México circa 1530, nada más puede serlo.

13. Cemitas. Las venden por todo Puebla; se rompen, se les sale el contenido: queso de puerco o milanesa, un montón de hilos de queso Oaxaca, pápalo amargo, rico; pimienta, orégano, un chorrito de aceite de oliva del más chafa, chipotle y zanahorias en vinagre para el zing, todo en un pan un poquito dulce, un poquito salado. Son frescas, felices, ligeras: te puedes comer dos o tres. Si la cocina de Puebla no fuera lo que es, las cemitas la salvarían. También las venden, junto a exvotos y chucherías de toda índole, en el mercado que se pone los domingos a la entrada de Tepito, a la altura de Reforma. El querido Paz pudo cambiar por éstos aquellos versos de la memoria en su gran poema:

¿comimos uvas en Bidart?, ¿compramos
cemitas en Tepito?


Pero no lo hizo: allá él.

14. Patatas bravas: etnias españolas se disputan su cuna, pero a nosotros nos vale madres. Virreinas de la cocina en miniatura, gajos de papas fritas o confitadas mojadas con una mayonesa y una salsa roja picante (que a veces vienen mezcladas, a veces por separado), el feo bar Tomás, en el Sarrià de Barcelona, lejos de turistas aglomerados, sirve las mejores del planeta; Sergi Arola en su restaurante epónimo (hotel Arts , Port Olìmpic, BCN), las más 'modernas'; Pau Verdura, en Tierra de Vinos (Durango 197), las más engordadoras del DF, con un rojo aceite picante y un alioli que hace como que se te atora en la carótida. Deliciosas.

15. Riñonada. Digan lo que quieran de los regios. Nadie que prefiera la grasa, la carne que se deshace en la boca, los huesos para chupar y el riñón, suave, delicado, como un testículo envuelto en una bolsita de tejido inigualable; nadie que prefiera este corte (riñonada lo llaman) sobre la aburrida pierna o el soso lomo de un cabrito puede estar realmente mal.

16. Trébol de naranja. A la vista, un encantador color que se queda en la pupila (nuestra investigación revela: pantone 1665 C); en la nariz notas de encierro, vidrio reciclado, corcholata, y el exquisito picor del gas, que se cuela como una caricia de mil manos diminutas; lleno en boca, de buen cuerpo, hiperdulce y concentrado, con toda la expresión de un laboratorio químico de bajo presupuesto a marchas forzadas. Larga persistencia (sobre todo en dientes y lengua, que se quedan naranjas medio día). Lo tomábamos, hace siglos, con los sopes del mercado de comida de Coyoacán, casi junto a la Guadalupana.

17. Uvas. En jugo (¡con vodka!), en vino, en coñac, en armagnac, en grappa; verdes verdes, en la salsa de unas codornices, acompañando unas rebanadas de gruyère, o así nomás: solitas, dulces y heladas. ¿Comimos uvas en Bidart? Si lo hicimos, me acordaría.

18. Galletas Ritz. Nacieron en 1935 y, con un sabor que no se parece a nada más, son adictivas desde entonces. Sólo hay una cosa preferible a una galleta Ritz: una Ritz ceñida en sus sienes no de oliva sino de un cuadrito de queso manchego (del mexicano; el español la opaca).

19. Sal. ¿De veras es necesario que alguien cante la elegía de la sal? ¿Es necesario mencionarla sobre papas a la francesa, gorda sobre pulpo con pimentón y aceite de oliva, más gorda aún sobre un filete recién separado de la parrilla, sal cualquiera sobre una tortilla calientita que harás rollo con un movimiento de la mano, sal sobre casi todas las cosas? Obviamente no.

20. Champagne rosé. Ya beber champaña es uno de los actos eróticos más dignos que hay –y como tal, un acto contestatario, anticonservador, nigérrimo, porque no busca la reproducción sino el sexo porque sí. Beber champaña rosado (favorito personal: Nicolas Feuillate Premier Cru Rosé; lo tienen en Cavas de Francia: 5395 0944), con sus delicadas notas típicas de fresa y frambuesa, es más elevado aún, es ponerse la capa púrpura de un príncipe en decadencia y decirle al pinche mundo un vete al diablo.



21. Patos. No hay ave más noble. Cuando llega a la mesa, el pato de Pekín debe repetir la forma querida que tuvo antes de morir en nuestro nombre; su carne y su piel se comen en taquitos con cebollín, sus huesos se hacen una salsa espesa y concentrada. En La Tupiña de Burdeos , el chef Jean Pierre Xiradakis asa las enormes pechugas de pato engordado en su fogón, con poco mas que sal gorda y pimienta rota: cocina del aire libre; Enrique Olvera, en Pujol (Petrarca 254, Polanco), parodia la cocina fusión con una pechuga delgadita y crujiente a los tres purés, tamarindo, manzana, dátil: único pato que se come con una sonrisa malévola; en La Bourgogne (atrás de la Tasca Manolo), muslo en confit bajo un techo como un invernadero; pescuezos de pato rellenos en St John en Clerkenwell, London, que vuelven obsesivamente a esta página. Un crescendo de patos: jamón de pato en L'Olivier (Masaryk y Tasso), pato con miel, balsámico y ajonjolí en la Taberna del León, en plaza Loreto, chicharrón de pato, grasa de pato en cualquier lado, pato, pato, pato.

22. Pierre Hermé. Dios, te habla Alonso: si algún día decides volver a cargar con París, que vuelva a caer en manos enemigas y haya fuego, barricadas y venta de carne de perro, gato y rata (he visto los grabados), te lo suplico, salva a Pierre Hermé, el Schubert de los reposteros, melódico, delicado y dramático (va la dirección para que no te hagas el que la Virgen te habla: rue Bonaparte 32); salva sus estantes de joyería, sus increíbles orejitas de mantequilla, salva, ni modo, sus precios imposibles y, sobre todo, salva su petit pain au chocolat, o chocolatín, hojaldrado cilindro de delicia, crujiente, aromático a mañana de frío, para que lo sigamos comiendo siempre, junto a tragos redondos, largos, calientitos de

23. Café con leche: así nomás. Si Notre Dame, el Panthéon y el Louvre se han de venir abajo, pus ni modo. (A propósito, Borges estaba chocheando feamente cuando afirmó que “todas las grandes combinaciones ya habían sido inventadas” –ahí están sus propios textos para desmentirlo. Se le perdona un poco porque hablaba del café con leche, la combinación perfecta, radical; la combinación última e irrevocable.)

24. Lamentablemente para todos, no existe un hot dog total: el mundo sería más sencillo. Pero muchos se le parecen: los jochos de carrito en Manhattan (en México se sirve uno bueno en ese estilo: está en el Barracuda); los jochos del tianguis sabatino en el centro de Frankfurt: salchicha gordísima hecha a la parrilla y metida a la fuerza en un pan Kaiser que le queda chiquitito; los jochos de Zacatecas, donde les pusieron pico de gallo antes que cualquiera; los jochos de Monterrey, con la salchicha intensa color rojo rojo; lo jochos de la Zona Rosa, flacos y envueltos en tocino crujiente a las tres de la mañana, a la salida del último antro gay del mundo; los jochos junto al múltiple reloj de Praga, salpicados de ensalada de col. Sublimemente, los jochos de Viena: la salchicha entreverada de queso (Käsekrainer), asada a la plancha, hipercaliente, metida en una funda de pan que trae mostaza picante y catsup, acompañada de un chile güero. Le sobresale la puntita: fálica, perversa, deliciosamente. El mejor sexo oral que se puede conseguir en este mundo.

25. Beto: tacos de cochinada. Una tortilla pequeñita que se calienta con grasa de cerdo y res; carne de buen suadero y un poco de chicharrón; salsa que se parece al pico de gallo pero algo más líquida, algo más ámbar; otra salsa, imposible, hecha con restos de cocción de carnes varias, con despojos que los entendidos llaman 'cochinada' y los cariñosos 'cochi'; una leyenda: ¿la receta es de Beto o la inventó Clemente? ¿quién robó a quién?; tu borrachera diluyéndose en el final de la noche –''plutónica'', diría Poe–. Tales son los elementos que la felicidad requiere y toma cualquier noche en Tacos Beto, en Vértiz casi en la esquina de Eje 5, en la Narvarte.

26. Sushi con Pinot Noir. El chef Daisuke Utagawa del Sushi Ko en Washington fue el primero que juntó tintos de Borgoña (como se sabe, obligadamente de uva pinot noir) con rollos de sushi de cangrejo. Y fue una idea genial: vino y bocado se balancean como equilibrista y cuerda floja, músculos en tensión máxima, poros a punto de estallar... Hay que elegir un pinot ligero, como el de Cono Sur, y un rollo filoso, como de anguila con aguacate. En la terraza del Condesa DF (Veracruz esquina Guadalajara) hay los dos.

27. Casa Madero. Muy lejos de los enólogos tipo D’Acosta venidos del Cielo y a través de los cuales, según dicen, hablan la Tierra y casi casi el Universo, y de los vinos repetidos hasta el bostezo más largo en Baja California, Casa Madero en Parras, Coahuila, está haciendo el mejor chardonnay de México, Casa Grande se llama, sinuoso y elegante como una caricia a cuatro manos. También el merlot y el nuevo shiraz Parras Estate están buenísimos.

28. ¿Combinaciones radicales? Toma una rebanada de buen queso azul: un gorgonzola de veras, un stilton de esos mareadores; mójala con una línea zigzageante de miel, la menos dulce. Prueba. Ai me avisas.

29. Mangos. ¿Me gusta el mango o es nada más una cifra de memorias enlazadas, dúctiles; me gusta su textura, su sabor a miel (en especial en las variedades Haden y Pakistán), su color amarillo brillante, mango, su nombre que resuena a Pellicer, a pájaros color verde jungla de la India; me gusta entero, en trozos eróticos, me gusta chupar su hueso o yo invento que me gusta porque ya lo comía en 1975 y me recuerda no sé qué? En una casa de la colonia Roma hay un cajón lleno de fotos: la familia en Chapultepec, en Tlaquepaque y Zacatecas, fotos de un cumpleaños con cochinita pibil. Hay una foto (tiene que haberla) de un niño, dos años máximo, risa total, manos, cara, pelo, camiseta, todo sucio, amarillo y pegajoso; junto a él están los restos de un mango. Esa risa y ese mango son una afrenta y una mentada (inocente) dirigida específicamente a mí. Quisiera hablar con ese niño, decirle deténte siempre ahí y, claro, ofrecerle disculpas por lo que estoy a punto de hacerle desde ese día y en adelante. Él no iba a contestarme nada.



30. Papas a la francesa. Son el punto más alto, más carismático, que ha alcanzado este tubérculo. Prácticamente no son nada: papa, aceite y sal, y a la vez son prácticamente todo. Un manuscrito de 1781 las atribuye a los campesinos/pescadores del valle del Maas. Ellos sumergían en grasa hirviente peces de agua dulce pero un invierno especialmente crudo el lago se congeló. Los habilidosos y ligeramente taimados cocineros cortaron entonces papas en la forma de pescaditos, friéronlas, saláronlas... Van bien con mejillones, con un filete a la pimienta, solas (obvio) pero, infinitamente y sobre todo, van bien con

31. Hamburguesas. Burger Boy ha desaparecido, y nadie parece extrañar sus brontodobles o sus dinotriples, seguramente por el hecho de que estaban como cocidas en microondas; la Whopper de Burger King es un viejo clásico sabrosamente asado a la parrilla, que por ventura aparece en The thin blue line, la espesa, espesísima cinta de Errol Morris (1988); Faffas, en la Condesa, propone hamburguesas con nombres hollywoodenses (la Clint Eastwood, por ejemplo); la redneck del Barracuda (Sonora y Nuevo León), con sus ingentes cantidades de tocino, se pelea el trono condesero con la de Don Asado (Michoacán 77), que trae además jamón; la del Cluny en avenida de la Paz es altísima: en pan horneado en casa y una fundente rebanada de gruyère; un poco más arriba, la de Tony Roma's, cuyo corazón se quedó en el sur gringo y que sirve una ración llena de texturas, capaz de deshacerse en la boca hasta la exaltación, con champiñones salteados y un vibrante toque de salsa de miel. Quién sabe, si muriera mañana, creo que pediría el suave pan de una burger, su carne asada y jugosa, su queso entre sólido y líquido, y descansaría sobre ellos en el último momento.

32. Txakoli. Es, por mucho, el vino más festivo, más juguetón, más desmadroso que hay. Es vasco, blanco y lo sirven con un florín del brazo, desde lo alto, en un vaso gordo y chaparrito. Sabe a cítricos, a manzanas; tiene algo de burbuja y poco alcohol (anda por el 10 por ciento) pero emborracha rápido, constante y delicioso. Para beberlo no es necesario estar en San Sebastián (en México, por ejemplo, lo tienen en Lizarran de Polanco y en Alaia de San Ángel), pero sirve de mucho.

33. Tacos en Ensenada. Hace no mucho una revista gringa tituló un artículo: A taco worth a trek. Y tenían toda la razón, los tacos de pescado de Ensenada bien valen el boleto de ese largo viaje (hoy chequé: el más barato ida y vuelta desde el DF anda en 350 nada módicos dólares y sólo llega a Tijuana). Es pescado capeado, marlin generalmente, puesto en una tortilla de harina, que se moja con crema, col y limón. El ingrediente secreto está en la mezcla para capear que, según dicen, enseñaron aquí inmigrantes japoneses: cerveza fría. Inolvidables.

34. El queso Philadelphia llegó al mundo en 1880. Pónselo a un bagel con salmón y alcaparras, a un cheesecake al estilo neoyorquino, a una sencilla Ritz. Una de las felicidades más al alcance de la mano.

35. Hay buenas calles glotonas, como Santísima, atrás de Palacio Nacional; excelentes calles glotonas, como la Roosevelt ave en Queens, Nueva York; y encima de todas está la Runstraat, de Ámsterdam. Es una cuadrita perfecta, hermosísima, entre los canales Prinsengracht y Keizergracht: arranca con un libro de cocina en De Kookboekhandel, que puede leerse en el delicioso café contiguo De Doffer, frente al cual está el (acaso) mejor pan de la ciudad en Annee, y junto a esta panadería la hiperponedora selección vinícola de De Wijnwinkel. Tout Court, a unos pasos, es ideal para el repas, aunque hay que dejar espacio para el queso en De Kaaskamer (hay 200 variedades). Al final de la calle está De Witten Tandenwinkel, con una alucinada lista de cepillos de dientes. En serio.

36. Jitomates. ¿Qué sería de México, de Italia, de Provenza sin ellos? Mejor no pensarlo.

37. Vinos del Priorat. Extraídos a una tierra escarpada y yerma que suena a versos de Eliot

(Here is no water but only rock
Rock and no water and the sandy road
The road winding above among the mountains
Which are mountains of rock without water),

los vinos de esta zona catalana son compactos, concentradísimos, intensos como una madriza que recibes sin razón, una madriza porque sí. Un favorito personal, obviamente, es L'Ermita, de Álvaro Palacios, pero es incomprable. Son más accesibles, y también rompemadres, el Fra Fulcó (maomeno $700), el Clos Fontà (igual) y el Llicorella (a sorprendentes doscientos cincuenta y tantos varitos).

38. Panza en Pangea, que es, seguramente, el mejor restaurante de Monterrey. (Y con una de las mejores cavas del país.) Su chef, Guillermo González, hace varias maravillas (y, ni modo, un par de platos a los que ya les urge ahuecar el ala): un foie gras con mermelada de cebolla con armagnac, una pechuga de pato con costra de jamaica sobre una polenta de cuitlacoche y setas con reducción de miel de mezcal y morillas... Y, sobre todo, un trozo de panza de cerdo a la sartén, grasosísimo, crujiente, increíblemente imbuido de sabor. Un plato que en la ciudad de México, con sus restaurantes respingados para señoras totalmente L'Oréal, para parejitas Cinemex, para ñoños con triquistriquis sin fin, simplemente no podría funcionar.

39. El más sabroso website para glotones es, sin duda,
sautewednesday.com. Reunión de escritores del mundo, reunión de locuras de donde sea, es aquí el único lugar donde puedes leer a Jeffrey Steingarten y a Jacques Pépin al mismo tiempo que ves al gran jefe Tony Bourdain comiéndose el corazón palpitante de una cobra que no acaba de morirse. Adictivo.

40. El mejor poema de Manuel Gutiérrez Nájera. Muchos de la vieja guardia recuerdan con más cariño aquel Para un menú, el de “Las novias pasadas son copas vacías”, que no carece de cierta chispa:

Las bocas de grana son húmedas fresas;
las negras pupilas escancian café,

pero la verdad es que el mejor poema de MGN es también el más comestible, cachondo y divertido: La Duquesa Job (recuérdese que el Duque Job fue pseudónimo del propio Nájera). No sé si mi improbable lector lo tiene en la memoria: el poeta retrata a la Duquesa Job, pura coqueta, mientras devora

fresa tras fresa
y abajo ronca tu perro Bob,

una mujer que, aunque “desconoce los placeres del five o'clock” (jeje), no hay otra en Plateros,

desde las puertas de la Sorpresa
hasta la esquina del Jockey Club

(es decir: entre Gante y los Azulejos, sobre lo que hoy es Madero), que pueda igualársele. Tiene versos geniales, como éstos:

Pie de andaluza, boca de guinda,
esprit rociado de Veuve Clicquot,


o éstos:

nariz pequeña, garbosa, cuca,
y palpitantes sobre la nuca
rizos tan rubios como el coñac,


pero aquellos que lo han hecho entrar definitivamente en esta lista y en todas las listas que me queden por venir van así:

Toco; se viste; me abre; almorzamos;
con apetito los dos tomamos
un par de huevos y un buen bistec,
media botella de rico vino,
y en coche juntos vamos camino
del pintoresco Chapultepec.


¡Ah, poder ser siempre frívolo; poder escribir así, carajo!



41. Baguets. Más o menos como al principio de los años 90, con la multiplicación del disco láser y el home-theatre, con dos tres pinches peliculitas en cartelera, crítica y público declaraban la muerte del cine en salas, y de repente el multiplex vino a inventarse espectadores (sí, también a la odiada parejita Cinemex); así o parecido, medio mundo declaraba hace 15 años la muerte de la vraie baguette, flaquita y crocante, hasta que, de repronto, empezaron a brotar consejos, grupos, fraternidades defensoras, y hoy hay un delicioso superávit de ese pan cuyo reino sí es de este mundo. Qué bueno. En París, este año la mejor está en La Fournée d'Augustine, del joven Pierre Thilloux; en México se la siguen compitiendo el Café O (Monte Líbano 245, Lomas) y la Trattoria della Casa Nuova (Avenida de la Paz 58M, San Ángel).

42. Kebabs. Vuelvo a Viena como quien vuelve a ver fotos de un amor viejo, roto, lastimado por breves infidelidades y un abandono de muchos meses. Existe en la tierra una especie de gran taco árabe de carne de carnero sazonado con yogurt, chile piquín, lechuga y cebollas. En Barcelona y en México les dicen shawarmas (en el DF son sabrosas en Al-Andalus, con la sola desventaja de que hay que comerlas sentados); en el resto de Europa, döner kebabs. En París les agregan papas a la francesa, para hacerlos más pecaminosos (son buenos a la altura de Notre Dame, en la rive gauche, cerca de dos grandes librerías: Shakespeare & Co y la Librarie Gourmande). Pero está más nítido en la memoria el día que se nos revelaron en el tianguis vienés del Naschmarkt: cómo el viento fuertísimo parecía querer levantarnos del piso, cómo se llevaba mercancía y movía los tendajones, nosotros nos aferrábamos a nuestro primer kebab de la historia y la gente perseguía sus cosas, los perros ladraban eludiendo ropa de segundamano que pasaba volando. Y, después, cómo nuestros grandes abrigos y nuestros lentes, la calle y los perros, cada cosa empezó a cubrirse de nieve, que yo nunca había visto. Qué sabroso era todo entonces, y qué ganas dan, mientras escribo estas líneas, de sentir de nuevo el amor de Viena, y largarse de en medio de la masa estulta y sorda, irse de esta ciudad donde el amor está agotado, seco como un trozo de cecina, y Cristina Moroyoqui y yo ya no tenemos dónde ir.

43. Parmigiano Reggiano. Ahora seré más italiano que de costumbre. (¿Te acuerdas? Mon bel amour, mon cher amour, mon Italie! lloraba el pobre niño Lèolo...) Empiezo con el parmesano, un queso granuloso, graso, fuerte. Sabe bien sobre pasta o sobre un risotto ai funghi porcini pero sabe mucho mejor como nos lo daban en aquella villa de Treviso: solo, roto, cincelado de la bola, a veces acompañado sólo de una lasquita de trufa negra; con largas copas de buen prosecco o de ripasso, vino respondón que se hace, en parte, con uvas pasas, en las colinas de la Valpolicella. ¿No extrañas Italia tú también?

44. Manera de comer, de Francisco José Cruz, un poema concentradísimo, cuya densidad se puede cortar con cuchillo (de sierra). Un poema en el que conviven el animal del pasado con el alimento que es en el presente, un poema en el que cesa el tiempo por el arte espeso de nombrar dos instantes que, si Dios existiera, le serían simultáneos. Lo más impresionante es su primera estrofa:

Tengo en el plato, ya partido,
un pedazo de carne
de venado que corre por detrás de las dunas
mientras yo lo mastico y lo digiero
tan despacio
que acaso también él se haya parado
en cualquier tronco absorto del camino.


Pero también el final es sumamente inquietante:

La salsa me revela
que acaban de abatirlo en un recodo
implacable del bosque.
Cuando dejan los buitres en la arena
solamente los huesos
esparcidos
sobre un charco de sangre,
el plato está vacío.

45. Melón. Únicamente hipermaduro, dulce dulce, sápido a miel de veras, en uno de los grandes matrimonios del planeta: con prosciutto, jamón delicioso madurado al aire en la zona de San Daniele, más o menos cerca de Venecia y de Trieste.

46. Tequila. En coctel o solo, blanco, joven, reposado o añejo, frío, afuera, en los días calurosos de Tlaquepaque (olvídate del gigantismo del Abajeño, ve a la encantadora fonda Adobe, Independencia 195), o denso y ambarino como rizos que caen palpitantes sobre una nuca (como el Reserva de la Familia, de Cuervo), en tardes heladas que dejamos caer en Amecameca, las ventanas recién cubiertas de escarcha. No seré yo, sin embargo, el que vuelva a cantar su elegía.

47. Toro. Es la parte más sabrosa, más gorda, de un atún aleta azul. Es la cobertura de su panza, pura grasa y carne que se deshace casi al contacto con los ojos. Es un vicio mucho más caro que la coca porque no hay llenadera posible y cada jalón (digamos un nigiri tamaño meñique en el Benkay del hotel Nikko) te sale en unos 200 varos. A estos atunes los matan con cariño, con apapacho, como Victoria Abril mata a su hijo en Mater amatissima (José Antonio Salgot, 1980). En España le dicen ventresca, y la comíamos con Jaume y Pau Verdura, totalmente enganchados al vicio, en La Cuchara de San Telmo, seguro uno de los tres grandes bares de pintxos de San Sebastián. ¿Éramos felices? Al menos lo parecíamos.

48. Vera pizza napoletana. Me robo la descripción de Steingarten combinada con un poquito de Marcella Hazan: un pan plano, redondo, con más o menos 25 centímetros de diámetro y medio centímetro de ancho; tierno y ligero, crujiente y firme, no quebradizo; tantito chicloso. Su borde (horror: en México les ponen ajonjolí y a veces un espantoso queso) va sin salsa; es estrecho, infladito, chamuscado por ahí. El pan se cubre con suave salsa de jitomate, ajo, orégano y aceite de oliva; o con jitomate, aceite de oliva, mozzarella y un par de hojas de albahaca; o, ya en terrenos neoyorquinos, con esos mismos ingredientes menos albahaca, más peperoni. Hay que hacerla más o menos minuto y medio en un infernal horno de madera o carbón (400 grados nomás). Yo la he buscado con la desesperación de quien busca en un desván de recuerdos pero, aunque varias se le parecen (la de Quilmes en la Condesa, por ejemplo), acaso es válido decir que, ni modo, en esta ciudad la vera pizza napoletana no existe.

49. Steak poivre. Rompe con el reverso de la sartén varios granos de pimienta, incrústaselos a un buen trozo de filete (que le quede una costra) madurado siquiera unos seis días; deshaz un poco de mantequilla en la sartén; asa el filete unos cuatro minutos de cada lado (según el gordo); retira; flamea la sartén con un chorrito de coñac o brandy; recoge con una pala de madera los residuos pegados en su fondo; agrega unos cuadritos de mantequilla fría, deshaz en círculos; devuelve el filete y mójalo. Cómelo en soledad, que debería ser, acaso, la única forma de comer.

50. La grande abufatta. Películas de comida hay bastantitas, del divertido episodio Pizze a credito en L'oro di Napoli (De Sica, 1954) y la amabilidad de El festín de Babette (Axel, 1987) y Tampopo (Itami, 1985) a la ñoñez total de Tomates verdes fritos (Avnet, 1992) y Como agua para chocolate (Arau, 1993), que los gringos se tragaron que daba vergüenza, pasando por la corrección política de Comer, beber y amar (Lee, 1994) y la algo más rasposa visión de Une affaire de goût (Rapp, 2000). Ninguna tan cabrona como la italiana Gran comilona (La grande abuffata, 1973), del absurdamente pasado de lanza Marco Ferreri, en que Marcello Mastroianni, Ugo Tognazzi y otros se dan una encerrona marca diablo: pura tragadera, chupazón y muerte con secuencias capaces de friquear al más curtido. Obra maestra para algunos, mamada total para otros, aburrición de pe a pa para los menos. Hay que verla.*

51. Sopear. Increíblemente, hay gente que ve este elegante movimiento de la mano como una afrenta a sus ridículas costumbres de mesa. ¿No sopear pan de yema aéreo en chocolate con montañas de espuma en Florecita (mercado de la Merced, Oaxaca), no sopear conchas en café con leche, trocitos de bolillo en la yema amarillo brillante de un huevo estrellado en cualquier parte? Bienaventurados los que sopean, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Gozaos y alegraos; porque vuestra merced será grande en los Cielos.

* Postdata. ¿Acaso escribí yo esto: “Películas de comida hay bastantitas... Ninguna tan cabrona como la italiana Gran comilona?” Jeje: bueno, allá yo. La verdad es que sí hay una película de comida interminablemente más cabrona que ésa. Su desaforado título es The cook, the thief, his wife and her lover (El cocinero, el ladrón, su esposa y su amante, 1990), del director más pasado de lanza que ha dado Europa porque, hombre del Renacimiento, Peter Greenaway también es el más culto, el de la articulación más refinada. Es un film artificial, cambiante y simétrico, con un soundtrack absolutamente magistral de Michael Nyman (para oír, si es posible, en mota o en ácido por sus necias y desafiantes repeticiones geométricas). ¿Será necesario mencionar aquel final alucinante en que, dispuesto sobre una elegantísima mesa de servicio, aparece “el amante”, rostizado, la piel sabrosamente crujiente, dorada hasta la delicia, el pene como una petite pièce de résistance (si la contradicción es tolerable) que alguien va a tener que comerse? No, no era necesario.


La lista antrobiótica: parte postrema


52. Motolinía esquina Cinco de Mayo, tercer piso, ciudad de México. “¿Habitamos las casas o ellas nos habitan a nosotros?”, empezaba un poema de hace casi 20 años. “Quiero decir adiós a este pequeño mundo, único mundo verdadero” escribió el buen Paz también hace ya un chingo. La quebradiza realidad es una combinación de los dos: la casa es el único mundo verdadero que sabe habitarnos. Hace meses vivo aquí y no hay ninguna razón para comer, beber o amar este lugar: el refrigerador está vacío salvo por un calabacín que ha aprendido a convertirse en un experimento científico, la despensa presume a duras penas un Chocotorro rosa (fecha de caducidad 14AGO04) y la “cava” no pasa de una botella que, de alguna forma rara, nadie se ha chupado (Weingut Robert Weil Kiedrich Gräfenberg Auslese 2002). El alcohol y la coca han vuelto a esta mano un pequeño infierno de temblores, pero la tiendo en busca de algo que esté vivo. Están vivos los estantes: me saludan desde ahí los muchos Ulises de la biblioteca: el Ulises de Homero, el valiente Ulises de Dante, el sonoro Ulises de Tennyson, el Ulises inabarcable de Joyce. Ahí descansan, hasta nuevo aviso, las gramáticas, las claves, los diccionarios que algún día me abrirán las puertas de todos esos delicados idiomas que desconozco (¡qué bello sería hablar occitano hoy que el futuro han quitado casi a su existencia!), ahí Cernuda, Villena, Catulo de Verona, las voces que nos enseñaron a amar cuerpos sin la cursi distinción de los géneros; el espeso Baudelaire está ahí (O Satan, prends pitié de ma longue misère!) pero también el fresa y amado Borges (“Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche”: ¿alguien conoce un mejor adjetivo para noche?), los paraísos infernales de Blake y el camino de Lao Tzu, que los hombres no podríamos conocer porque no sería el camino verdadero. Tiendo la mano y está, vivísima, la música. Está ahí esa catedral de hielo que es las Variaciones Goldberg con Glenn Gould; está la súplica sin oídos de Thom Yorke, su voz de monje herido, Nick Cave que (hubo un tiempo) se abría las inútiles venas para escribir con sangre; está la suave afrenta de Mylo: To solve all my problems, I had to get out of drugs, I had enough of that, I had to college, earning the money, the material trip, I just decided I was going to find a new way of life, so I took off on my bicycle... Las películas del librero están también muy vivas: está ahí la mano que muestra las posibles ventajas de cualquier arma en Taxi Driver, la chaqueta de Mulholland Drive ("única chaqueta verdadera"), la voz de Daniel Day Lewis en El último de los mohicanos, que siempre imaginé tallada en una piedra hecha de tiempo en el sur de Canadá...

Pero entonces abro o cierro los ojos y cada cosa, la mesa de centro, el edredón, más allá del alcohol y la coca, está viva. Este espacio lo habitan mis amigos. Ahí está Mauricio. Lo veo extrayendo de un bolsillo otro bolsillo, atascado de todas las drogas posibles (en verdad): quién le dio a este cabrón permiso para cargar todo eso. Ni idea. Recorre la noche como si se tratara de un aprendiz de díler (he’s giving us the yard, comenta alguien) y, en algún momento, volteo a vernos y somos jergas, mierda región 4, pero bellos junto a la enorme ventana: delgadísimas muestras elegantes de lo que la droga te va a hacer cuando nadie más pueda hacer nada por ti. Otra vez abrir o cerrar los ojos: Rocío, recostada en la cama, me mira con una dulzura digna de otro país, de otro mundo. “Chío, le pregunto, ¿por qué me ves así?” Ella se mediocubre con un cojín, el edredón hecho bola entre las piernas, y dice: “Por nada.” Qué hermoso es todo. Mónica también ha consumido enormidades. Despierta de un sueño que puede haber durado cinco años, después de una línea espantosa de polvo rosa, y le digo: “¿Por qué nos metemos tantas chingaderas?” “Pues para madrearnos” responde, con una lucidez que me quema el cerebro. Y Cris también está ahí, pero hipersobria. Cris caminando en el centro, llegando a la casa, colgando fotografías en mi ausencia, Cris en el sofá, sobre la mesa, haciendo el amor en el cantil del vértigo o en la silla, sudando y gritando en el mínimo espacio del comedor, retozando en la cama. Raquel, en cambio, forma tres mezcales en la mesa y los bebe de golpe; en algún punto de la noche va a destrozarse la frente con la puerta del edificio. Pero es bellísima: nos acostamos para calmar los nervios, la pared manchada de sangre, y nos abrazamos: despreocúpate, querida, pronto dejaremos esta ciudad horrenda y nos iremos a nuestra amada Dublín, a sentarnos junto al Liffey, y seremos felices. Entra Isabel: qué gusto verla coger con Mauricio o con Raquel (¿les paso el dildo, amigas mías?) o con Riccardo o, un día, sin mayores aspavientos, conmigo. Cuánto nos queríamos, carajo, y nosotros ni idea. Y Paola, diablos, suelta una lágrima la primera vez que la penetro (¿por qué?, ¿no estábamos en 2005, el año en que dijimos al demonio?). Al tiempo que pido un taxi, en la cómplice oscuridad del cuarto, llega Mar a acariciarme como una brillante cascada de agua fresca. Es la última vez que nos vemos, pero yo no lo sé y todavía no me duele. (L. no está aquí, no está por ningún lado su cuerpo pálido ni sus ojos verde chiapaneco o su pelo rojo, negro, güero. A L. seguirá esperándola París. Ni modo.) Y mientras tanto Lula observa: Lula sabe todo; me ve desde su pequeño cuerpo de perrito de diez kilos, y me quiere, de alguna manera intuye que a pesar de todo nada pasa, y se queda dormida en medio del escándalo: ella va a comer mañana, y a beber agua sencilla. El mundo seguirá su curso bobo e interminable...

Motolinía a la altura de Cinco de Mayo (tercer piso) no es casi nada: no hay razón para comerlo, beberlo o amarlo. Es un espacio del Centro con un cuarto y pisos de madera; hay un edredón gris, un estéreo, un chingo de discos, y todavía no le ponen lámparas. Zarpa, ven aquí, únete, le he puesto una gran X a la ventana. Ya lo sabes: mis amigos están conmigo.


Mucha mota

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La mariguana es la droga ilegal más usada del mundo. Ha perdido en la práctica todo su poder subversivo: casi todas las abuelitas baby-boomers la han probado alguna vez, cualquier niño decente es un pacheco... y su mamá también. Se trata de una mezcla entre verde y café de flores, hojas, semillas y tallos –aunque en general procuramos consumir sólo el mayor número de hojas y el menor de todo lo demás posible– de la planta Cannabis sativa, que se fuma casi siempre en un cigarro (gallo, toque, queto), en pipa o en bong. A veces se vacían cigarros comerciales y se rellenan con mota, frecuentemente en mezcla con otras drogas, sobre todo cocaína (bazukos), o se preparan tés o pastelillos. En una forma más resinosa y concentrada se llama hashish o hash y en forma líquida, negra, aceite de hash. Su ingrediente activo es el THC o delta-9-tetrahidrocannabinol, que se une a ciertas neuronas gracias a un receptor de proteínas contenido en esas células. Esto desata el high. El gran Baudelaire ponderó a la mota mil veces, en notas prendidísimas, en descripciones cuidadosas y, sobre todo, en un volumen revolucionario: Les Paradis artificiels.

Efectos inmediatos
En cuanto el THC pasa de los pulmones al torrente sanguíneo –es decir, muy rápido– el usuario percibe la realidad ligeramente alterada. Los ojos se irritan, las pupilas se dilatan, el ritmo cardiaco se acelera, se seca la boca. El tiempo parece detenerse, la música suena nitidísima, prístinamente clara, literalmente alucinante –tanto que, en efecto, las notas se ven, adoptan formas inexplicables, en un lapso de la llamada sinestesia. Hay receptores cannabinoides en partes del cerebro dedicadas al placer, al pensamiento, a la concentración, a la coordinación de movimientos. No te sorprendas si cualquiera de esas áreas resulta afectada: todo te mata de la risa, eres capaz de concentrarte en un punto de la pared durante muchos minutos, te vuelves torpe. En la conversación puedes decir algo infinitamente revelador, y olvidarlo minutos después. O darte cuenta de que era un montón de patrañas. El tacto se multiplica muchos miles de veces –masturbarse en mota, sobre todo si la mano es ajena, puede ser apabullante–, el gusto –todo sabe delicioso– y el hambre también. Es probable igualmente que haya alucinaciones leves o engaños de la memoria. Es una droga introspectiva, a la que hay que dejar hacer su trabajo.

Efectos de largo plazo
La mota es relativamente inofensiva, sobre todo comparada con el uso consuetudinario del alcohol. Sin embargo, hay que decir que al bueno de Bob Marley, uno de los grandes fumadores de la historia, al final le costaba trabajo hablar ya no digamos con claridad sino en algo que, de alguna forma, se asemejara al idioma inglés. También, que fue al menos parcialmente culpable de convertir a
Lee Perry, otro jefe jamaiquino, en un verdadero borderliner, capaz de quemar un estudio porque alguien le robó una pelota (en serio). Con el paso del tiempo la mota puede causar una dependencia (mi amiga Gabriela tiene que echarse un mañanero antes de salir de casa, fumar en el carro, en la azotea de la oficina, después de la comida, en la tarde frente a la tele y antes de dormirse para agarrar sueñito), paranoia, inconstancia del ánimo, depresión, coordinación venida a menos, pérdida de peso y, como todo lo que es fumado, cáncer de boca y de pulmón.

¿Vas a probarla?
Poco que decir al respecto salvo que te prepares con una buena dotación de agua o jugos, pues la sed puede volverse exasperante; que te asegures de tener algo que comer o cuando menos de tener lana para salir por unos tacos (aunque una cena en Au Pied de Cochon probó, una vez, ser una experiencia colindante con lo místico): hay un momento en que serías capaz de asesinar por un poco de comida; que procures llegar a tu primer viaje sin demasiadas broncas extra, asuntos domésticos o escolares o laborales que puedan malviajarte cuando tu sensibilidad se haya exacerbado, y, en el caso de que en efecto haya un malviaje, te lo lleves con paciencia: se pasará en un ratito.

Música
Toda la música suena bien en mota pero hay discos específicamente pachecos. Por ejemplo, No Protection de
Massive Attack puesto al día por Mad Professor, en plan dub con unos bajos que te ponen a temblar los pulmones, o The Chronic de Dr Dre, muy influido por el P-Funk (por cierto, chronic quiere decir también mota). El Midnite Vultures de Beck, con su cachondería y sus ruiditos de atari, francamente pondría pacheco hasta sin haber fumado, mientras que The Irony of It All, una rola divertidísima, encuentra a The Streets como abogados de la pachequez: ‘Pass the hydrator please, pffffff, yeah, I’m floatin on thin air, goin to Amsterdam in the new year, top gear there. Dear leaders, please legalise weed for these reasons...” Qué buena onda.

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Pura coca

Mi vida en ácido

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Pura coca

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La cocaína (los médicos pueden llamarla 2Beta-carbometoxi-3Beta-benzoxitropano), proveniente de las hojas de la planta sudamericana coca, es una sustancia cristalina, granular, con un sabor salino, ligeramente amargo. Bloquea la conducción de los impulsos nerviosos tras la aplicación local (es decir, es anestésica). La vida de media dosis (lo que en inglés se llama half-life) en el plasma es de aproximadamente una hora. Ya hace un rato que la revista Cambio trató de trazar el nuevo mapa del consumo de coca en la ciudad de México. Según ella, siete de cada diez aficionados a las drogas la consumen. Es muy posible que sea cierto: entre chavitos, casi niños, entre todo el mundo, parece cada día más común. El doctor Freud escribió un tratadín sobre la coca, la usó en el desarrollo del psicoanálisis, en la interpretación de los sueños y la sugirió para el tratamiento de la adicción a la morfina.

Efectos inmediatos
En coca la música es tan ajena o inorgánica como en la “vida real”; no existe ese extraño amor que, en tacha, de alguna forma te une a todos los seres que están vivos. Tampoco “expande la mente” (así les gusta decir a algunos), como el ácido o, moderadamente, la mota. ¿Qué hace, entonces? De entrada, nulifica esas células que cubren el área de la nariz, neuronas que no están en el cerebro. (Por deformación profesional, tal vez, son mis neuronas absolutas favoritas. Nos hacen comprender que un vino no sólo es dulce sino que sabe a chabacano, a una fruta deliciosamente seca en el invierno, a guayaba, a higo. Son, según el estudioso Lewis Thomas, las únicas neuronas regenerativas del cuerpo humano.) Después propicia la liberación de dopamina (la sustancia que asociamos con la felicidad y el placer) y acelera el pulso; te hace sentir excitado, inquieto, ansioso. Tus reflejos se aguzan, se traba la mandíbula, duele la cabeza (se siente una como banda de calor en la frente), se dilatan las pupilas. Eres sumamente capaz de la concentración (leer poesía es un ejercicio revelador) y de la conversación argumentada. Puede haber escalofríos, dolor abdominal, náusea y vómito y, en intoxicaciones graves, delirio (un conocido una vez le hablaba a un amigo suyo imaginario: “Pepe, ¡no te vayas, Pepe!” para el friqueo general), pérdida de la conciencia y muerte. Según la RX List, la dosis fatal circunda los 1.2 gramos (imagínate el tamaño de esa línea). No es poco común la alteración de los patrones de sueño. Una sesión espesa de coca, un viernes, significa también un sábado sin dormir. Otro problema interesante es el del sexo; la coca puede despertar la erección o disparar la lubricación vaginal pero, por otro lado, impedirte alcanzar un orgasmo. Es difícil querer excitarse si no hay en el futuro la posibilidad de venirse.

Efectos de largo plazo
David Bowie se sonaba la pobre nariz y un moco horrible (“con forma de seso” dice) le salía de ahí. Hay gente, usuarios muy espesos, a quienes se les ha disuelto el tejido que divide las dos cavidades nasales. Por ejemplo, a Danniella Westbrook, ex modelo, y a Francis Rossi, de Status Quo, que se metía un pañuelo por un hoyo y se lo sacaba por otro. Por supuesto, eso requiere de un uso intensísimo. Otro probable efecto es la adicción y lo que ella puede implicar: desesperación y, ya que es un hábito particularmente caro, bancarrota. Inquietud, paranoia (Phil Spector no dejaba salir a su mujer de casa a menos que llevara en el coche un muñeco de plástico con forma de güey para ahuyentar ligones potenciales: típica paranoia coquera), alteraciones del ánimo, irritabilidad y alucinaciones auditivas también pueden venir con el paquetito.

¿Vas a probarla?
Ya que la coca le manda un estricto mensaje de acelere a tu cuerpo, es sabio no contradecir ese mensaje. El alcohol es una droga que funciona en sentido contrario, así que es mejor hacerlo a un lado esa noche. Tampoco los bazukos, cigarros hechos de mota y coca en partes más o menos iguales, son la mejor idea del planeta. Si has decidido meterte coca, hay que permanecer consciente: una buena línea es suficiente para una sesión de un par de horas. Resiste esa gana que da de seguir metiéndote otra y otra. Come, antes de ingerir y al día siguiente, aunque no te dé hambre (yo recomiendo una dieta mediterránea: un pescado azul, muchos vegetales y pastas). También sería ideal saber qué diablos te está dando tu díler. En general, la coca que se vende en la ciudad de México es porquería casi pura. Un jalón de coca más nueve de quién sabe qué. Por ahora, no hay forma de asegurarse. A veces, en tiempos recientes, dan ketamina, que es más peligrosa que la cocaína (su dosis fatal es mucho menor): en ella la sensación es de viaje, no de acelere, te desconecta del espacio y del tiempo. La rola Lost in the K-hole de los Chemical se refiere a esa sensación exasperante. Para el dolor de cabeza es preferible no tomar medicinas, que son nomás más trabajo para tu organismo: baja las luces (hay dolores causados por la dilatación de las pupilas), toma agua suficiente (pues a veces el dolor se debe a la deshidratación; medio litro más o menos a lo largo una hora), descansa. Si no puedes dormir, otra vez, no tomes pastillas. Si tienes tina (qué envidia) date un baño lento; evita los duchazos o power showers. Dicen que el té de manzanilla, las bebidas tibias con leche y el aceite de lavanda (un par de gotas en la almohada, por ejemplo) también son buenos. Quién sabe.

Música
En música, creo, no hay vuelta de hoja: la obra maestra de la coca es Station to station del gran jefe
David Bowie, un disco seco, helado, increíblemente duro. Además, contiene un par de líneas sensacionales:

It’s not the side-effects of the cocaine
I’m thinking that it must be love

También es bueno el Yes, please! de los
Happy Mondays y Ladies and gentlemen, we are floating in space de Spiritualized, que trae esta extraña revelación: Sometimes I have my breakfast straight off the mirror…

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Juventud en éxtasis

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La MDMA o metilenedioximetanfetamina, que nosotros conocemos como éxtasis o tacha, nació por accidente en los laboratorios Merck de Darmstadt en 1912. En 1976 el infatigable Alexander Shulgin, químico y farmacólogo, comenzó a usarla en seres humanos y pudo comprobar su poder empático, de la cual se volvió evengelista. La Organización Mundial de la Salud la declaró droga I (las que no tienen valor terapéutico y sólo pueden ser legalmente experimentadas en animales) en 1985. Su circulación subterránea inició en los antros gay neoyorquinos, de ahí se fue a Ibiza, donde los djs Paul Oakenfold, Danny Rampling y Johnny Walker la descubrieron en 1987 (ten presente esa gran rola: ‘Weak become heroes’ de The Streets). El antro se llamaba Amnesia y su residente Alfredo, un ecléctico que podía mezclar Sign O’ Times de Prince con algo de house de Chicago como You Used to Hold Me de Ralphi Rosario con I Want Your Sex de George Michael -el paso del tiempo le daría a combinaciones de este tipo el nombre balearic... La experiencia les cambió la vida. Decidieron llevarla a Inglaterra y tratar de recrear esa felicidad comunal (primero en clubes ultrasubterráneos, después en fiestas ilegales de algunos cientos de individuos; finalmente, en el verano de 1988, en raves gigantescos de hasta 12,000 cabrones). A dieciséis años de distancia, sabemos que lo lograron.

Efectos inmediatos
Cuando estás en tacha el mundo es tu amigo. La música suena real, orgánica. Te gustan todas las cosas y toda la gente: quieres tender la mano y tocar a quien sea. De alguna forma los pronombres parecen disolverse, y se diría que eres parte de todo. Los efectos de la tacha duran de tres a seis horas; poco menos para las usuarios más tolerantes. La MDMA libera serotonina y dopamina, sustancias detonadoras de la felicidad. También se incrementa la energía, la euforia y el sentido de alerta. Hace que tus pupilas se dilaten, tu mandíbula se trabe (aguas: la lengua puede salir lastimada) y tu corazón lata más velozmente, lo cual puede causar ansiedad, confusión, paranoia y pánico. Asimismo la tacha entorpece la memoria y el juicio. No es imposible que olvides lo que hiciste hace unos minutos. Puede provocar alucinaciones leves: yo he visto un extraño globo inexistente (entre Pikachú y una chica superpoderosa) en el techo de un antro de la calle Bolívar. Otro efecto es el que los ingleses conocen como Tuesday blues: una depresión que inicia un par de días después de la ingestión y de la que te recuperas, tal vez sin mayor problema, unas horas más tarde. La muerte en una dosis de éxtasis es extremadamente rara y tiene que ver más con la deshidratación y el 'sobrecalentamiento' o heat stroke: por ejemplo, cuando un antro está llenísimo y mal ventilado, como tantos (llama la atención que 300ml de agua potable puedan llegar a costar $50 en ciertos antros chilangos, cuando es el mejor medio de eludir peligros), o con reacciones alérgicas.

Efectos de largo plazo
No es fácil señalar los efectos de largo plazo del éxtasis porque sus consumidores suelen ingerir otras drogas también (sobre todo alcohol o cocteles de mota y éxtasis). Es probable que tu memoria sufra deficiencias, especialmente si las consumes después de los 25 años. En mi caso hay una muralla notable que divide mi memoria en antes y después de 1994 (tenía 20 años, pero la verdad es que ésa fue una época experimental e intensísima). La escasez de serotonina puede llevar a actitudes hostiles o impulsivas, a la alteración de patrones de sueño y a los cambios súbitos de estado de ánimo.

¿Vas a probarla?
Por supuesto, si te vas a meter una o varias tachas, lo ideal sería saber si lo que tu díler te está vendiendo es MDMA, pero esto es prácticamente imposible (hay un método al que acaso puedas acceder en www.dancesafe.org). Tomar bastante agua o jugo puede hacer el bajón menos pesado y evitar la peligrosa deshidratación. El día siguiente a su consumo come bien aunque no te dé hambre (recuerda: alguna vez la MDMA se usó como inhibidor del apetito). Si eres depresivo y estás en tratamiento, DanceSafe recomienda suspender los antidepresivos dos semanas antes de que consumas éxtasis. Acuérdate también de distanciar las dosis de tachas cuando menos cada tres horas y no ingerir más de una tacha por dosis (la dosis que no es peligrosa está entre 100 y 150 miligramos, más o menos lo que contiene un píldora; más de 200 podrían causar intoxicación, considerando que pesas entre 50 y 80 kilos), y buscar antros con buen espacio para chilautear.

Música
Definitivamente la primera obra maestra surgida del éxtasis fue Screamadelica de
Primal Scream. También son recomendables la sensacional Feeling so Real de Moby (“which, in my not so humble opinion –dice el propio Moby–, is one of the most beautiful disco songs ever made”) y, más recientemente, el alucinado Two Months Off de Underworld.

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¿Qué me dieron?
Existen muchas divisiones de las drogas. A. Porot, por ejemplo, las clasificó en “fatalmente adictivas” (opio, mariguana, cocaína) y drogas que “sólo producen hábito” (tabaco, cafeína, alcohol). Antonio Escohotado, infinitamente más sensible, las divide entre aquellas que alivian un dolor, un sufrimiento o un desasosiego (sedantes: morfina, heroína, somníferos, alcohol); aquellas que alivian la pereza, la impotencia y el aburrimiento (estimulantes: cafeína, cocaína, anfetaminas) y aquellas, finalmente, que sacian la curiosidad intelectual, los anhelos del corazón (éxtasis, LSD, mariguana, hongos). En estas notas son drogas recreativas a las que consumimos en antros o en reventones; las que enardecen nuestro ánimo y, a veces, nos permiten bailar muchas horas. La larga lista incluye el GHB (liquid ecstasy, según los dílers ingleses), la ketamina (Special K para sus fans, stupid powder para sus detractores), las anfetaminas, el alcohol (por cierto: una de las más adictivas y la única recreativa legal en México), la mariguana, el LSD, la cocaína y el éxtasis, creado hacia 1912, recobrado por Alexander Shulgin (persona #2 del top 100 de la nueva música, según la desaparecida Revolution) y resurgido para siempre en el verano inglés de 1988.

En esta guía he optado por la revisión de la mota, la tacha, la coca y el ácido. Son ilegales y son las más comunes en los antros y los reves de la ciudad de México (aunque no es difícil hallar ofertas de cualquiera del grupo mencionado). El impulso proviene de varios puntos: la drugs issue anual de Mixmag, la Q on drugs, el inspirador capítulo “The dj as outlaw” de Last night a dj saved my life, las atendibles recomendaciones de DanceSafe, Aprendiendo de las drogas de Antonio Escohotado y la experiencia personal. No busco la totalidad ni siquiera la comprehensión: mejor la urgencia, la utilidad.

¿Quién soy, dónde estoy?
No es poco común que el ser humano transfiera a las drogas cualidades morales que evidentemente, ya que son polvo o plantas o gotas, no tienen. Y, en general, las campañas antidrogas nos dicen: si consumes una droga (ilegal, claro, con las legales, convenientemente, no tienen mayores problemas) te vas a hacer adicto o te vas a morir. No apelan al sentido de la responsabilidad sino al miedo. Infieren que un chavo es un pelele inerte, incapaz de gobernar sobre su cuerpo, de aceptarse como un ser curioso e inteligente. Nunca nos recordarán que las razones de la dependencia farmacológica no son distintas de las que nos llevan a dependencias sociales, higiénicas o sentimentales. Nunca nos dirán que la cocaína ha permitido obras bellísimas como Station to Station de Bowie, la heroína piezas magistrales como el unplugged de Nirvana o el ácido intensidades como Se está haciendo tarde de José Agustín. Nunca que hay drogas, como el ácido, que nos pueden conectar con la naturaleza o, como la tacha, que efectivamente son un atajo hacia la felicidad. Una felicidad que compramos, es cierto, pero también lo es que hay mujeres y hombres cuya felicidad consiste en unas botas o en un saco o en ser totalmente Palacio.


Lo que ofrecen estos posts es información (libre de prejuicios, ojalá): el ácido te puede hacer esto hoy, la coca esto en unos años, deliciosa o dolorosamente. No hay intenciones mesiánicas, pero he agregado un par de consejos por si decides experimentar con alguna de estas drogas. También, en un pequeño apartado, algo de la música que ha surgido o se ha referido a ellas. Suerte.

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Mi vida en ácido

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Nunca hubo una droga tan romántica como el ácido. Su nombre oficial es dietilamida de ácido lisérgico, y la descubrió al final de los treinta una parejita de médicos, Albert Hofmann y W.A. Kroll, mientras investigaban los alcaloides del cornezuelo de centeno; como se trataba del vigésimo quinto ellos lo llamaron LSD-25. Se hicieron algunas pruebas en animales pero pasó nada, hasta 1943 en que Hofmann lo probó casi accidentalmente. Se puso a ver cosas rarísimas y al día siguiente, en circunstancias supuestamente controladas, ya se dio un viajezotote. (Se metió un cuarto de miligramo, pero uno ya entra en un buen trip con sólo trescientos microcramos.) Después, al principiar los sesenta se empezó a experimentar en el gobierno de Estados Unidos. Esta gente les pagaba a algunos orates para que se metieran cuanticosa. Uno de ellos era el escritor Ken Kesey, un desmadroso de primera, que rápidamente se volvió un paladín de la droga; en Harvard el psicólogo Timothy Leary también se volvió un evangelista del ácido, lo repartía gratis a quien se lo pidiera. Ellos creyeron que esta droga, que abría las puertas de la percepción, iba a cambiar al mundo. Sus seguidores, cuyo nombre ya era Legión en el verano de 1967, lo pensaron también, con una inocencia casi total.

Efectos inmediatos
El ácido es inoloro, incoloro y tiene un sabor ligeramente amargo. Aunque nunca son predecibles sus efectos inmediatos, no por nada al ácido lo colocan en el botiquín de las drogas enteógenas, es decir “las que te comunican con dios”. Dependen del ánimo, la disposición, las expectativas, la personalidad del usuario y, claro, de la cantidad ingerida. Físicamente, se dilatan las pupilas, crecen la presión arterial y la temperatura corporal, hay sudor, pérdida del apetito y del sueño, tal vez temblores, se seca la boca. Nuestros sentidos cambian radicalmente: el techo ondula, por ejemplo, se rompe o se licua; el cuarto se deshace en colores; o el humo del cigarro se convierte en cualquier cosa... Yo una vez vi las medias de una mujer girar, alzarse en el aire, temblar a una velocidad imposible y hundirse de nuevo en medio de un reventón. Nunca se sabe. También puede haber sinestesia: la música no es ya ondas de sonido que recorren el aire sino plastas o gotas de plástico que entran por los ojos, los olores acaso pasan por el tacto, mientras el tacto de una mano es de una intensidad total. Las emociones cambian también en un instante: pasamos del llanto a la risa al terror en unos segundos –o las tres conviven en nosotros. En un rave, hace años (México le acababa de ganar a Irlanda y los oe-oe-oe-oeee ascendían al techo de aquel galerón), sentía una alegría interminable y al mismo tiempo una total nostalgia de la muerte, quería hundirme en esas ruedas de gente que se abrazaba y no salir nunca. Los viajes pueden ser muy largos, seis o siete horas, pero también doce o más. No hay nada que se pueda decir en un espacio del tamaño de éste para reproducir la sensación de un viaje. Ni modo. Cuando regresas, según algunos, puedes pasar puedes pasar algún tiempo en un estado esquizofrénico o deprimido. Nunca lo he visto. Sí he visto, sin embargo, una constante necesidad de hablar del viaje, de revivirlo siquiera parcialmente, pues sabemos que la mente es porosa para el olvido.

Efectos de largo plazo
Los efectos de largo plazo del LSD pueden ser muy profundos. Medio mundo descubrió o creyó descubrir su verdadero yo, cosas así. También ha habido hospitalizaciones por algo que ha sido llamado, no sin cierta parcialidad, “LSD-psychosis”. Se dice mucho que “te puedes quedar en el viaje”, como le sucedió a Syd Barret. No debemos olvidar, sin embargo, que a este grueso carnal, que dio una espesura irrepetible a Pink Floyd, se le vio en un viaje psicodélico ¡durante 30 días seguidos! Y no fue el último. También son muy conocidos los flashbacks, en cuya difusión los medios han tenido una no siempre sana influencia; se trata, en efecto, de una vuelta a un momento intensísimo del viaje, sea placentero o pavoroso, que ocurre sin la influencia de la droga. Por supuesto, hay que recordar que existen flashbacks que ocurren en la vida de una persona que nunca ha consumido drogas pero ha pasado por momentos definitorios, hipergraves. Lo que en inglés se conoce como post-traumatic stress disorder.

¿Vas a probarla?
Poco se puede hacer sino comer bien antes del viaje y mantener a la mano suficiente agua o jugos para la resequedad de la boca; si te duele la cabeza es buena idea bajar las luces (no le metas al organismo más pastillas). También ayuda ser paciente, estar con amigos (un malviaje en soledad puede simplemente no ser soportable), especialmente si alguno de ellos no ha consumido –él te podrá recordar que el pánico se pasará en un rato– y bajarle a tus expectativas... Problemas domésticos, presiones extremas laborales y el uso de otras drogas para empujar el ácido pueden influir negativamente en el viaje.

Música
En lugar de cambiar al mundo, el ácido cambió nuestra percepción de la música. Nos dio, tal vez lamentablemente, el solo lirero de diez minutos, pero también espesuras como Forever Changes de
Love, Revolver de los Beatles (que a mí me gusta más que Sgt Pepper’s, sobre todo por el delirio total de Tomorrow Never Knows: ‘Turn off your mind, relax and float downstream...’) o el Piper at the Gates of Dawn de Pink Floyd, que sirve como epitafio de Syd Barret. Más recientes, hay que oír The Sophtware Slump de Grandaddy, que acaso no haya sido hecho en ácido pero lo parece, y una obra maestra casi total: Scorpio Rising de Death in Vegas.

Intro

Juventud en éxtasis

Pura coca

Mucha mota

La última y me largo


  • EL PROFILE (COMPLETO)
    BREVE MANIFIESTO ANTROBIÓTICO

    THE SPECTATOR

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    DANZA CON LOBOS

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    ERECCIONES Y HUMEDADES LAS QUEJAS DEL JOVEN WERTHER PURA POESÍA TRADUCIR/SER OTRO DRUNK, THAT'S ALL GLOTONERÍAS ANYBODY FANCY A LINE? LA LISTA ANTROBIÓTICA

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