Apuntes para carnitas


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1. Hoy íbamos a hablar de Los Soprano; de asesinatos, madrizas, pastas, quesos, carnes frías (manigot, gabagool, sfogliadell, moozadell...); de tedio y spleen; iba a citar a Baudelaire, a Gautier, a Villaurrutia; iba a terminar con un plagio (tedioso) de Borges, algo así: "Con los nudillos desplazados y rotos, sin drogas ilegales (tengo analgésicos suficientes para dormir a Elvis), incapaz de masturbarme o de pensar, con Los Soprano en un loop interminable en la pantalla, dejo que me olviden las tardes recostado en la oscuridad". Pero hoy, martes 16 de agosto, sucedió algo violento que me devolvió a la vida de los vivos, algo violento como un atentado o un orgasmo de esos a seis manos y tres bocas: conocí las carnitas de El Venadito.

2. No he podido –ni querido, lo confieso– usar más de tres horas en busca de referencias carniteñas (se aceptan sugerencias memoriosas), pero se nota, así por encimita, que su literatura es algo pobre. (En cine creo recordar una secuencia en la que Charly Valentino y Chatanooga comparten un kilo de carnitas ante una cámara como embadurnada de cochambre, pero ¿vale la pena pasarlos por el Oracle de la Universidad de Virginia para averiguar que estuvieron juntos en La lotería, de 1993, con el Chóforo y la Pelangocha? Supongo que no.) Oxford no menciona el platillo ni en su Companion to Food ni en su English Dictionary, aunque en éste sí hay nachos, ceviche, mole. También la primera edición de la Enciclopedia de México, la que tengo a la mano, se olvidó de él. Al día como siempre, la madre Academia no incluyó las carnitas hasta su reciente edición, y eso paupérrimamente: "Carne frita que se come en tacos"; aparecen en el Diccionario gastronómico de Clío, pero se les hubiera agradecido más curiosidad histórica; vaya, hasta el ejemplo del generalmente divertido Diccionario del español usual de México, del Colmex, está de güeva: "Nos comimos unos tacos de carnitas con guacamole": ¿eso es lo único que se les ocurrió?

Payno las obvia en sus Costumbres; Guillermo Prieto sí las enlista en Memorias de mis tiempos, aunque al parecer sólo de pasada: "La vil prosa de la alimentación diaria era el chocolate de oreja y el atole (...) los quelites, verdolagas y huauzontles, nopales, las tortas de papa, de coliflor, pantallas y las carnitas de cerdo". Más decente es el Diccionario de mejicanismos de Francisco Santamaría, que apunta: “Carnes fritas y adobadas en tacos y bocadillos, que se venden comúnmente en las fritangas callejeras y que constituyen una verdadera amenaza de la salud, aunque son riquísimas” y cita un ejemplo de Gabriela Mistral (Desorienta de tal modo el paladar con los trucos culinarios, que cualquier carnita parece venado y la perdiz faisán) y otro de un Turrent:

Junto con los chicharrones
¡apetitosas carnitas!

Me aseguran que Novo les pone el origen en Coyoacán (o Coyohuacan, mejor), Rick Bayless dice: Perhaps the world's best pork dish is carnitas, y una vieja Guía México desconocido (número 44, septiembre del 98) se extasía en los sonoros nombres de las partes: "La tradicional maciza y la suculenta nana o útero de las puercas, la trompa y la oreja, la pajarilla o páncreas y el corazón, el rabo y el ortodoxo buche o estómago, el cachete y el bofe o pulmón, el hígado y los cueritos..." Extenué los índices de varios recetarios novohispanos y dos del siglo antepasado: nada. La receta más simpática que encontré fue ésta, que venía en el setentero La última copa de champaña, de un Luis Marcet que podía aún ser gracioso. Va así: necesitas un gran caldero de cobre, bajo el cual arda buena leña. Lo colocarás entre los verdes habitantes del jardín. Agrega 15 litros de unto cerdil. Una vez disuelto, súmale 15 kilos de carne de puerco (costillar, falda, pierna, entrañas). Mueve al marrano con una pala de madera, "que más parece un remo", para que no se pegue al fondo del caldero. Sazona con una taza de sal de ajo, y algo de eneldo bien picado; ata al caldero un manojo grande de yerbas de olor; agrega dos litros de leche, que darán suavidad; corta en trozos seis naranjas, agrégalas a la grasa hirviente. (Para que veas que Marcet de repente sí la hacía: "El remo continúa meneando el gocho, cuyas costillas descarnadas nos recuerdan un velero en desgracia".) Un par de horas después de iniciado el proceso, esparce en el caldero un puño de piloncillo, "como quien siembra". En media hora estarán listas tus carnitas.

3. Las carnitas de El Venadito (Universidad 1701, a la vuelta de Gandhi) son delicadas, picadas finísimamente; juntan, por ejemplo, costilla, chicharrón y algo encantador que llaman chiquita: es el tocino del cerdo, frito en manteca: les da un toque venturoso que despierta los costados de la lengua; nos gustaban también las del Paisa -uno de tantos-, con su gran foco y sus tortillas mirruñitas, en Bajío y Manzanillo, en la Roma. (Mi hermana y yo espiamos ahí, muertos de miedo, una infidelidad paterna a mediados de los 80.) También en la Roma (Campeche y Medellín) están unos Kuinitos potentísimos (oficialmente han perdido ese nombre, pero todo el mundo sigue diciéndoles así), cuyo dependiente era grande, imponente y feo como un dios olmeca. [*] La camioneta de Richard lleva carnitas los martes y los jueves a su esquina de la Condesa, Tamaulipas y Alfonso Reyes, pero hay que cuidarse de su imposible salsa verde. Hay carnitas de pato en el ambiente world-weary del MP (Andrés Bello 10, Polanco) y en Mercaderes (5 de Mayo 57, en el Centro), deliciosas ambas, y las hay de atún en el hiperagitado Puntarena (Palmas 275)...

Sin embargo, las carnitas más excéntricas que he probado estaban en un pueblucho perdido (con justa razón) en el principio del sureste, donde tuve que esperar, hace siglos, la reparación de un autobús en un viaje inolvidable. Era un puesto blanco semifijo, alrededor del cual se aburrían unos tipos hechos de polvo, cerveza y un sombrero cada uno. Tres renglones de letras rojas anunciaban el menú. El de arriba decía: Carnitas, el de en medio: de y el último: perro. G.C. Vaillant, en The Aztecs of Mexico, un libro candoroso de 1944, escribió que el perro era parte de la dieta azteca, "aunque nunca se usaba como bestia de carga" (mucho agradecerían los perros); el felicísimo Bernardino ensayó en su Historia general la definición de unos perros "que se llaman tlalchichi, bajuelos, redondillos. Son muy buenos de comer". (Raro understatement; apenas dos párrafos arriba había escrito unas líneas que conmueven: "Los perros desta tierra son mansos; son domésticos; acompañan o siguen a su dueño; son regocijados; menean la cola en señal de paz; gruñen y ladran; abaxan las orejas hazia el pescueço en señal de amor".) Pedí tres de maciza; era excéntrica pero no extraña: perfectamente podía haber pertenecido a un marrano; era mild, tal vez en señal de paz; estaba algo seca, y la salsa casi no picaba. Los tipos ni me miraban, como si todos los días se perdiera en ese pinche pueblo un chilango incauto. Pagué (ya no me acuerdo cuánto) y me largué, más o menos indiferente al hecho de que un perro había sido sacrificado en nombre mío.
[*] Más taqueros memorables. Uno, el gran Sammy, del Tizoncito de Tamaulipas y Campeche (en la Condesa), cuyo cuchillo hiperpreciso hacía volar la piña hasta la parte baja de su espalda, donde la esperaba una mano contorsionada que sostenía un
taco en el cantil del vértigo. Otro, el agilísimo taquero (casi un niño) que expendía su producto en San Ángel, sobre Revolución, afuerita del Sumesa. Con pinzas se pasaba la tortilla de un lado a otro, con pinzas recogía el bistec picado fino, las papas que volaban hasta el taco, las cebollas y, si querías, la salsa. Eran dos pinzas; nunca las soltaba. No eran herramientas, sino la extensión de sus miembros, como la espada es la extensión del brazo de un guerrero. Menos feliz era aquel taquero que se ponía afuera del viejo cine Las Américas y aclaraba: sírvase salsa y dé tres pasos hacia atrás (?!), e interminablemente menos la taquera de Ensenada que te hacía servirte los condimentos (col, limón, salsa blanca y verde) en orden, de izquierda a derecha, so pena de recibir tacos de camarón involuntarios, que no sólo eran los más caros, sino que, como anunciaba una admonición de aquel puesto, se debían “pagar antes de comer”. Yo, la última vez que estuve ahí, cometí el error de pedir un “refresco” y no una “soda”, cual es debido, lo que permitió a la delicada señora forzarme a pagar todo antes de comer, “no vaya a salir con sus chilangadas”. La desaparición de estos taqueros es también, entre otras cosas, la desaparición de un México entrañable.


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