Guisado: adictos anónimos
spat Thursday, August 25, 2005 by alonso ruvalcaba | mándalo por mail
Beatriz, te amo Pregúntenme de la sensación matutina del mole verde, de cómo cubre la garganta y el corazón con su alivio, con su redondez que recuerda de lejos las pepitas de la calabaza; pregúntenme del chicharrón en salsa roja o verde, de preferencia con un unto ligero de frijoles refritos, de cómo su picante te libera de toxinas, de cómo sudas las espesuras de la noche anterior; pregúntenme de la moronga, de cuántas horas debe escurrir el intestino que se convertirá en la envoltura de ese embutido negro hecho de sangre y arroz y especias sabrosísimas. Pregúntenme. Mi nombre es Alonso, y soy adicto a los tacos.
Como de tantas cosas, de ésta también mi madre tuvo la culpa. No sólo me dio a probar, bebé de cuna, jamón de cerdo ibérico (¡’amón’amoooón!, me oían gritar en las madrugadas); no sólo me sirvió una copa de tinto cuando circundaba mi primer lustro –dicen que me puse platicador y conté entero El doctor Jekyll–, y me inició con ello en un hábito cotidiano al que nomás no le veo fin. No sólo eso: también me llevó a los tacos de guisado del Aloa (Amores esquina Santa Cruz, en la del Valle). Se trata de un localito de mobiliario naranja cincuentero, que atienden desde siempre dos señores con pinta de ser o pareja o hermanos, uno sólo un poco menos adusto que el otro. En los últimos años (estoy hablando de década y media) han agregado a una perrita gordísima y a una señora que, al parecer, sólo sirve aguas. Su pipián me enganchó desde el principio. Es delicado, intensamente aromático y revela un punto más de acelgas de lo que es común. Durante mucho tiempo no quise probar otra cosa; después me acerqué a su feliz taco de pierna horneada y al de cochinita pibil. Ambos son sensacionales. (La mejor cochinita de la ciudad, sin embargo, no está en Aloa. Ese mérito le toca a un carrito que se pone en la plaza Pugibet, sobre la calle Ayuntamiento y a unos pasos del mercado de San Juan, en el Centro. Ya sabemos que las cochinitas chilangas son condenables por muchos defectos: está la que extremó el uso de la naranja agria, está la que usó naranja dulce y apenas un poco de mal vinagre para compensar, está la hecha en olla exprés, la que no usó hojas de plátano... A la de Mi Taco Yucateco prácticamente no se le puede encontrar tacha: hiperprofunda, horneada densamente –aunque su autor se queja de que no puede cavar un buen horno subterráneo en la ciudad, a razón de que su suelo no es caliente como el del Yucatán–, con todos sus elementos en un concierto que atraviesa muchos siglos de cincuenta y dos años y llega hasta nosotros como un recado secreto de los mayas.)
El adicto busca su jalón en cualquier parte. En la Condesa, por ejemplo, que es sorprendentemente rica en tacos de guisados, souvenir de tiempos previos a la moda y las rentas impagables. Ahí está la carnicería Atlixco, en la esquina que hacen esa calle y Juan Escutia. Cada día cambian de especialidad, la más recordable de las cuales tiene que ser el cerdo en morita de los martes. (De lunes a jueves hay, además, otro taco perfecto: cantidades ingentes de tocino sazonadas con bistec.) Ahí está también El Güero (Ámsterdam casi esquina con Michoacán, reconocible porque su toldo dice solamente HOLA), con muchos guisados vegetarianos –ojo a los nopales y a los huauzontles– y la increíble densidad del chorizo verde, que sirven con guacamole, frijoles líquidos y queso fresco; y Richard, una camioneta que se estaciona en la esquina de Tamaulipas y Alfonso Reyes. Hay que ir en lunes o miércoles, cuando lleva un bistec espesísimo en salsa roja. (Cuidado con la salsa verde: la memoria de su ardor dura varios días.)
En la Roma no hay vuelta de hoja: El Jarocho es imperdible. Lo abrieron en 1947, una pulguita de local; hoy es un pequeño emporio taquero. Cada día tienen a la mano treinta guisados –no son baratos, pero de ocho a once de la mañana, cuando la combinación de cruda y hambre es más severa, despachan al dos por uno–; los más memorables: el de médula levantamuertos, el de machaca con huevo y el de manita de cerdo. En Coyoacán el Everest taquero está en la esquina de Melchor Ocampo y Francisco Sosa, en una tiendita insignificante de nombre San José, cuyo chef propietario (un toluqueño de la Perra Brava) prepara una moronga alucinada y el mejor chicharrón en salsa verde, puro gordo imbuido de sabor, del que yo tenga memoria. (También hay tortas frías de un queso de puerco de veras, con cartílagos de oreja o trompa que resisten deliciosamente a la mordida.) Y en el Centro, finalmente, está Beatriz (Uruguay casi con Bolívar). Fundado en 1907, es chiquito, verde, sucio, abandonado del progreso y exquisito. Tortillas recién hechas, mole verde penetrante, rellena profunda, carnitas rosas rosas... Comer ahí es un poco comer fuera del tiempo; es, de alguna forma, salvar a un México de la muerte y el olvido. (A propósito, no confundir con esta Beatriz.)
Colesterol a tope, cachete ponedor, panza circular: qué importan los altos costos de mi adicción. Tacos, se lo suplico, justifíquenme, acudan a mis labios en el postrer momento.
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