Ociosos, glotones, cachondos, libertinos, fumadores y bebedores del mundo, todo conspira contra vosotros. Mira a tu derecha: ahí está el matrimonio como una institución represora en la que quieren inscribirse hasta los antiguos forajidos; mira a cualquier lado: la gente te ve mal, estás gordo, nunca vas a fiestas con la misma mujer o el mismo tipo (piensan “pobre, él sí está solo”), tienes antojos todo el tiempo y, ocioso al fin, no te alcanza para pagarlos. Quieres juntarlo todo en una cama. Los nutriólogos, los dietistas, los psicólogos cuentan historias de miedo de gente como tú. Eres un triste ejemplo para ellos. Prohibido fumar, no confundas libertad con libertinaje y yo no me acuesto con panzones.
-----Pero a ti no te importa. Te ríes de tanta ley, de las recomendaciones del Surgeon General y del pobre de Charles Sorel, que en su Berger extravagant (1627) condenó al tabaco con el apelativo “postre del Infierno”. Otros (como tú) ven el puro consumirse como una hermosa serpiente marrón que cambia de piel al final de una comida, e intuyen en él aromas de nueces, de tierra mojada. En el mero principio del Dom Juan de Molière (1665) están aquellas sinuosas palabras, que uno prefiere degustar en voz baja, saboreando las sílabas: “Nada hay igual al tabaco: es la pasión de la gente honesta, y quien vive sin tabaco no es digno de vivir. No sólo regocija y purga el cerebro humano, incluso enseña al alma virtud, y aprendemos con él a ser hombres cabales. ¿No veis acaso, desde que uno lo enciende, la manera cortés en que se desea compartirlo a diestra y siniestra, doquiera que se esté?” ¿Quién no ha pedido un cigarro en un antro, con el deseo nada secreto de que ese regalo lleve en algún momento a las caricias? Casanova decía: “Como mi tabaco español era excelente, mi tabaquera siempre le daba la vuelta entera a la mesa.” Codera fumadora, ¡jamás! Y Margot la Ravaudeuse, en el libraco epónimo de Fougeret de Monbron (1750), comete “cien impertinencias” para seducir a un barón alemán en la ópera, entre ellas abrir y cerrar su tabaquera, sabrosísimamente...
-----El café también se deja debatir. Primero, por los desheredados a los que les impide dormir, aunque se trate sólo de ese jugo de calceta que suelen llamar “café americano”. Más triste es el caso de quienes lo agarraron como modita, para ver a la flora que se planta en el Starbucks de la esquina (y dejarse ver por ella)... Rápido vuelven a la mente el Casanova, él sí ejemplar, y sus cachonderies: cómo con la preciosa mucama Lucie el café se vuelve pretexto para “once noches de posesión”, y cómo le pide a la accesible mademoiselle Roman: “Permítame que vaya a verla mañana muy temprano, que me tome un café con usted, sentados bien cerquita los dos, en su lecho.” Todo el chisme está, claro, en la sápida Histoire de ma vie.
-----Del chocolate y sus virtudes eróticas hablan todos: el Thémidore de d’Aucour, el cura de L’Abbé Il-et-Elle,[1] Casanova (obvio), el querido marqués de Sade, pero las ostras se llevan de calle las referencias. Pretexto manifiesto para beber vino (champagne, sobre todo), en el XVIII se comían a lo loco: Gimord de la Reynière ya habla de la “indiscreción” de algunos invitados que las tragan “por centenas”, Furetière menciona a “codiciosos que comen seis docenas de conchas” por sentada… Cuánto pinche remilgo. Las ostras también son símbolos del sexo femenino: la joven Manon, en Thèrese philosophe (1748), cuenta de un cura que, en un intento frustrado de cunilingus, se ve reducido “al humillante recurso de escupir en la ostra que no puede tragar”.
-----Y las ostras llevan derechito a la ebriedad champenoise. El siempre reparón Grimod aconseja “usarla de una manera harto moderada”, además de por sus efectos en el intelecto y las costumbres porque, según él, “no hay un vino que convenga menos al estómago y que disturbe más desagradablemente a la digestión”. Bueno, cada quien. No hay un vino que nos aligere más. En Thérèse philosophe se bebe muchísimo, dice Serge Safran, “comme si une grande quantité de boisson correspondait à un excès de fornication”. Cuando, en Les Cent Vingt Journées de Sodome, Curval se encierra “en la alcoba del fondo con Fanchon, Marie, la Desgranges y treinta botellas de vino de Champagne”, ya sabemos que no van a salir de ese cuarto en blanco. También se bebe sablé o, en buen castellano, “de hidalgo”. Mi cita burbujeante preferida está en La Nouvelle Justine de Sade. “–Bueno, dice Rodin, bebamos estas seis botellas de champaña, y que Marthe y Célestine nos masturben mientras se las toman de hidalgo…” Hagámoslo pues. O para bañars, como la Duclos (120 journées…) ve a su hermana, chez la Guérin, “desnuda, en un gran bidet lleno de vino de Champagne, y ahí nuestro hombre, armado de una gran esponja, la limpiaba, la inundaba, recogiendo con cuidado hasta la más mínima gota que caía de su cuerpo y de la esponja”. Puro Las Vegas antes de que los ñoños se robaran el micrófono.
-----Pero a ti ninguna ñoñería te importa. Tú quieres más vino, ostras por docenas, café hasta el temblor de las manos y el último insomnio, quieres fumar más, más lo que sea. No te puedes contener. Y está bien que así sea: este lamentable mundo está en tu contra, quiere verte flaco, que duermas bien, que huelas a armani en la mañana, que respetes los semáforos y los viernes para coger. Allá el mundo. Cuando todo se acabe tú vas a estar en el Infierno, los pulmones grises, la garganta color vino tinto y los dientes negros, riéndote de todos y diciendo lo único que valdrá la pena decir ahí y entonces: “Yo viví.”
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[1] Para ir calentándonos: en Thémidore (1745) d’Aucour explota la voluptuosidad del chocolate de una forma deliciosamente inmoral, como medio para suavizar los peligros de una intriga amorosa. El buen Thémidore se aprovecha del medioprohibido chocolate para seducir a la devota señora de Dorigny cuando la sorprende en el baño. “Mientras nos preparaban un chocolate, me le acerqué, y recogí de su boca un néctar como el que les preparan a los dioses.” Y, en la intimidad, exige la memoria olfativa del lector: “los olores no eran fuertes, ni en gran cantidad, pero eran dulces y extendían un perfume suave que embalsamaba ligeramente la habitación y halagaba delicadamente nuestro olfato”. No queda más que imaginar cómo los efluvios del chocolate los envolvían “como mil besos”, en un espacio “embellecido por el gusto, dispuesto para la delicadeza y el placer”. Más adelante en la novela, en una hermosa metonimia, Mme de Dorigny le enviará por carta al protagonista una “nueva invitación al chocolate”. Ya sabemos de qué estamos hablando.
Y Mirabeau combina dos asuntos libertinos de excelencia en L’Abbé Il-et-Elle: el chocolate y el clérigo cachondo o l’ecclésiastique sensuel. Como es sabido, para el exigente sólo hay de dos: el chocolate espumoso y los acostones furtivos. En esa novela se da este curioso diálogo, entre un cura que ha bebido un chocolate que es casi pura espuma y una puta encantadora:
----–¿Es usted, encantadora Babet, quien ha preparado este chocolate excelente?
----–Sí, señor, fui yo.
----–Qué ganas de ser yo el chocolate... ¡Cuánta espuma echaría entre sus manos!
----–¡Un cura que echa espuma!
----–[señalándose el pito] Nomás haga de cuenta que éste es el molinillo...